"En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts´ui Pen, opta -simultáneamente- por todas..."

viernes, 31 de diciembre de 2010

De comienzos y de finales: un fin de año borgeano

No creo demasiado en los comienzos y los finales, sobre todo los establecidos por el calendario. Tiempo convención. Tiempo lineal. Tiempo límite. Será que nunca me gustó mucho la línea recta, esa mentira de puntos continuos que nos lleva a un infinito que no quiere ser. Mucho menos me gusta el fragmento, esa recta recortada, encarcelada por puntos en algún segmento de tiza amarilla sobre un viejo pizarrón: A-B: dos puntos en la recta: principio y final…
Pero la recta no acepta principios ni finales (y sin embargo, sí) No hay forma de retener a la recta porque ella pisotea soberbia los puntos de tiza y atraviesa el límite del pizarrón y la pared y el edificio y las calles y los mares y el mundo y se burla del punto para seguir flotando en la esfera de la infinitud que (no nos engañemos) tampoco es.
Recta escurridiza que si no escapa hacia afuera, lo hará inevitablemente hacia adentro, precioso Zenón: Para ir de A hacia B, hay que pasar por C, exactamente la mitad del camino. Pero para ir de A a C, también habrá que pasar por D, exactamente la mitad del camino entre A y C. Y después por E y por F y por… ¿Será que permanecemos siempre en el mismo sitio? ¿Será que para llegar a diciembre hay que pasar por julio y para llegar a julio hay que pasar por abril y para llegar a abril hay que pasar por febrero y para llegar a febrero hay que pasar por la mitad de enero y…? ¿Será que nunca llegaremos al 31 de diciembre en este recorrido infinito para adentro del querido Zenón?
“And yet… And yet”, diría el viejo en “Nueva refutación del tiempo”, la verdad es que estamos aquí. O no. Tal vez tomamos la píldora equivocada y seguimos en la Mátrix…
Tiempo. Paradoja. Contradicción. Cruce. Cinta de Moebius.
Lo cierto es que cuando me imagino el tiempo prefiero la red a la línea, como me enseñó el viejo. Por literaria, por vulnerable, porque me obliga a cruzar. Y porque en esos cruces es donde casi siempre encuentro la vida. Los cruces no son comienzos ni finales y por eso son los que dejan huella, los que obligan a optar por un camino o por otro como en el viejo jardín donde Albert espera por mí. O no. Depende de qué bifurcación me lleve hasta allí.
Aunque prefiero la red a la línea, el laberinto al tiempo o el cruce al horizonte, esta noche esperaré una vez más el principio del fin y el comienzo de lo nuevo y brindaré con los que quiero y comeré pasas de uva y nueces y turrones. Y tomaré champagne y vino tinto y me embriagaré con los fuegos artificiales (y con champagne y vino tinto, claro) para festejar una vez más, el inicio.
Y sin embargo, y sin embargo...
No creo demasiado en los comienzos y los finales, sobre todo los establecidos por el calendario. Tiempo convención. Tiempo lineal. Tiempo límite.
Que la pasen muy bien esta noche. ¡Feliz año nuevo para todos!
Hasta la próxima.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Orden y disciplina

En estos últimos tiempos hemos asistido a situaciones públicas que bien podrían haber formado parte del mejor de los programas de Diego Capusotto o de alguno de los mejores monólogos que Tato solía terminar de manera genial con su “¡Vermouth con papas fritas y good show!”. Hemos visto desfilar por la pantalla de televisión a Micky Vainilla (ahora sin bigotes) diciendo que los inmigrantes latinoamericanos son narcotraficantes y criminales y hemos tenido algo muy parecido al profesor Strasnoy (¡Hablá bien, pelotudo!) dando cátedra sobre el significado de las palabras en la Escuela Kennedy y el David Rockefeller Center de Boston en los Estados Unidos. En esta oportunidad, la parodia barata del conocido profesor capusotteano no necesitó sus conocidos métodos persuasivos porque las blancas palomitas estadounidenses acordaron en todo con sus dichos: “En la Argentina es imprescindible poner orden porque se puede desmadrar la situación” y agregó: “hay una falsa concepción que dice que el orden es de derecha. En la Argentina hay una necesidad de poner orden. Respetar la norma en todo sentido."
La pregunta que deberíamos hacernos no es si la concepción del orden como perteneciente al campo del discurso de derecha es o no falsa, sino que la pregunta debería girar en torno a quién pone "la norma" que debe ser respetada para que la armonía reine definitivamente sobre el caos, como quiere este ex presidente no electo devenido en profesor.
Por otro lado, habría que preguntarse además acerca de la incidencia de la palabra sobre las cosas y viceversa. Las palabras "caos" y "crispación", por ejemplo, han tenido un protagonismo tal en los noticieros de televisión a lo largo de este año que, en algunos casos, hemos tenido que preguntarnos cuándo las cosas generan las palabras y cuándo son las palabras las que generan las cosas. La palabra "caos", recordemos, se ha utilizado a lo largo de este año tanto para describir el festejo del Bicentenario como para describir un embotellamiento por un conflicto social.
Por todo esto, como tantas otras veces en este espacio, me gustaría reflexionar acerca de las palabras y de su relación con las cosas. En esta ocasión, por ejemplo, el significado de la palabra “orden” y su relación con la supuesta (o no) vinculación con un discurso de derecha.
Tal vez nos sirva para comenzar a pensar, establecer un paralelismo con una de las áreas que mejor conozco que es la educación. En educación, por ejemplo, el concepto de “orden” ha imperado desde tiempos inmemoriales en cualquier aula que se precie de tal. “Orden y disciplina”, rezaba un viejo maestro desde la clase de al lado de la mía en la primaria del colegio en el que estudié mientras volaban tizas, insultos y papelitos por los sagrados aires de la sacrosanta clase de quinto grado. Durante mucho tiempo, en Educación, imperó la idea de un supuesto orden relacionado con la ausencia de conflictos. Negar el conflicto fue, entonces, la manera de negar las diferencias y de imponer la figura autoritaria del docente como norma y valor absoluto e indiscutible dentro del ámbito escolar.
Con el tiempo, algunos docentes nos fuimos dando cuenta de que invisibilizar el conflicto no hace que desaparezca. En todo caso, lo único que muestra es la inoperancia que tenemos los adultos para lidiar con él y con sus consecuencias. Así, muchos entendimos que, lejos de borrar el conflicto, había que ponerlo en evidencia y, en todo caso, convertirlo en herramienta pedagógica para aprender siempre algo nuevo de él. Supimos, entonces, que el “orden” no es algo que se impone desde el poder sino algo que se conversa y se gestiona en equipo para prevenir actos de violencia de los cuales podríamos arrepentirnos después. Me pregunto qué opinaría ese papá de clase media que pide a gritos represión en las tomas de los predios públicos, si los docentes para “poner orden” comenzaran a repartir 1 (unos) entre los alumnos porque interrumpen la ordenada y sapiente voz del profesor y más tarde, ante la protesta de los mismos por tamaña injusticia, el docente y todos los directivos empezaran a repartir sopapos o a mandar a todos a examen con la excusa de “mantener el orden y la disciplina escolar”.
Me pregunto, además, qué ocurriría con un docente que constantemente está pidiendo a la dirección del colegio que intervenga en su clase porque no puede manejar el grupo. ¿No es muy similar al caso (mucho más grave esta vez por el grado de responsabilidad que implica) de un jefe de gobierno que constantemente está pidiendo a la Nación que lo ayude porque no puede mediar en los conflictos que se desencadenan en su juridicción? ¿Qué pasaría si el docente no se anima a "castigar" con sus propios instrumentos el desorden que sus alumnos han provocado en su propia clase, pero le exige a los directivos que con todo el rigor del sistema disciplinario repongan el orden aplicando masiva e indiscriminadamente amonestaciones a todo el curso? ¿No es muy similar al caso de un jefe de gobierno que no se anima a dar la orden a su policía (creada, además, por él para colaborar con la tan mentada "seguridad") y exige a la Nación que envíe a la suya para que le salve las papas en un conflicto que él mismo no supo prevenir, ni siquiera prever, o lo que es mucho peor, que él mismo provocó con su inoperancia y su irresponsabilidad?
Por eso, el orden debería pensarse desde la prevención, desde el accionar destinado no a evitar el conflicto, que es inevitable en cualquier sociedad libre y plural, sino como una actividad pensada para prevenir la violencia que es el verdadero flagelo que, por otra parte, han instalado los mismos que hoy hablan de la "necesidad" de un supuesto y sagrado "orden social".
Es entonces cuando nos preguntamos desde dónde hablan los que hablan de orden y por qué, en general, tendemos a asociar el concepto de “orden” a la derecha más repulsiva y tradicional. No porque el orden sea en sí mismo algo malo, al contrario, el orden es absolutamente necesario para la convivencia social. El tema es quién pone las normas y quiénes están dispuestos a respetarlas y a hacerlas respetar. Si el orden es la consecuencia de un Estado represivo, de las balas impuestas por un organismo policial, entonces la palabra “orden” estará ligada a la derecha, es decir, a quienes creen que la verdad está en quienes tienen el poder de la fuerza. En cambio, si hablamos de “orden” como una consecuencia de la prevención para evitar la violencia negociando el conflicto y buscando las normas de manera consensuada y racional, entonces el “orden” será una medida ligada a una visión progresista que acepta las diferencias y hace de esas diferencias una herramienta de aprendizaje que enriquece nuestra cultura en lugar de “ensuciarla”.
En este sentido no es para nada casual que en el discurso de un hombre que suele provocar "caos" en los fines de año cuando el poder se le escapa de las manos, que tiene en su haber varias muertes por represión en conflictos sociales y en cuyo acto de lanzamiento a su precandidatura presidencial estuvo presente nada más ni nada menos que la apóloga de los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura militar, la impresentable Cecilia Pando, la palabra "orden" se repita tres veces en menos de tres renglones. Por discursos como éste que vienen de quien vienen, tendemos a asociar el concepto de "orden" con la derecha. Pero no necesariamente debería ser así, por eso, la necesidad de pensar y repensar el lenguaje una y otra vez, para que no nos atraviese como si fuéramos el mero papel higiénico o la carilina de los culos y narices de quienes pretenden detentar el poder a cualquier precio, precio que incluye el de la violencia y de la muerte que, ¡Oh, casualidad!, siempre termina en muerte de gente pobre e indefensa en lucha por sus derechos.
En fin, es bueno estar advertidos acerca del modo en que ciertas personas usan las palabras pero sobre todo es bueno reflexionar acerca del modo en que nosotros las usamos porque no siempre las palabras significan lo que uno quiere que signifiquen o significan para el otro lo que uno cree que para el otro significan.
En este sentido, quiero despedirme esta vez con uno de los diálogos más maravillosos que se han escrito en relación con el problema del significado de las palabras y su relación con las cosas en la literatura universal:

“—Cuando yo uso una palabra —dijo (Humpty Dumpty) en un tono bastante desdeñoso— significa lo que yo decido que signifique, ni más ni menos.
—La cuestión es —dijo Alicia— si usted puede hacer que las palabras signifiquen cosas tan diferentes
—La cuestión es —dijo Humpty Dumpty— saber quién es el amo, eso es todo”

(Lewis Carrol, Alicia a través del espejo)

Cuando se habla de “orden”, entonces, no importa si es una palabra asociada a la derecha o a la izquierda. Lo que en verdad importa es en qué sentido y desde dónde habla de "orden" el que habla de "orden" y sobre todo, qué significado le damos nosotros a las palabras, para que, una vez más tratemos de ser nosotros quienes usamos el lenguaje y no quienes somos usados por él.
Seamos nosotros los amos.
Hasta la próxima.

domingo, 31 de octubre de 2010

Algo habrá hecho.

A la memoria de Néstor Kirchner.

Entre tantas emociones encontradas a lo largo de estos tres días de multitudinaria despedida a uno de los líderes argentinos más importantes de los últimos cincuenta años, me gustaría una vez más hacer hincapié en las palabras.
Ayer nomás, hace apenas nueve años, la gente salía a la calle con cacerolas y gritaba enardecida: “Que se vayan todos”. Si bien, como mujer política que fui toda mi vida, nunca estuve de acuerdo con esa consigna, entiendo hoy que su puesta en escena estuvo absolutamente justificada y justificada, incluso, en la clase media que, por primera vez, se veía claramente afectada en su bolsillo y que, también por primera vez, sentía en carne propia el despojo del que sólo habían sido víctimas hasta entonces, las clases bajas y los desclasados.
“Que se vayan todos”, entonces, fue el final de un camino que sólo podía conducir a la crisis económica, al corralito y al corralón. Era el camino del ajuste, de la rebaja en los sueldos de los jubilados, de un salario mínimo clavado en 200 o 250 pesos desde el año 1993.
Las palabras vueltas consignas servían entonces a los grandes grupos económicos que, junto a sus socios y voceros, los políticos, vieron el camino libre para seguir llenando sus arcas a costa de los despojados de siempre y los despojados de ahora: Cuanto menos creyéramos en la política, más fácil sería para ellos seguir manejando nuestras mentes y nuestros bolsillos.
Hoy, las consignas ya no son las mismas y cuando escucho a miles de jóvenes que agradecen a Néstor Kirchner la devolución de la confianza en la militancia política, gritando las viejas consignas como “hasta la victoria siempre” o “ni un paso atrás”, me digo que algo tiene que haber hecho este señor para que pasáramos en apenas nueve años del inoperante “que se vayan todos” al demandante “ni un paso atrás”.
Algo habrá hecho Néstor Kirchner y ese “algo” no es (no puede ser) un producto meramente discursivo.
Si bien hay que reconocer que fue Kirchner quien puso nuevamente en el centro del discurso político palabras como “pueblo”, “memoria”, “militancia” o “derechos humanos”, esas palabras que habían sido exiliadas por “trasnochadas” del discurso de los 90, me pregunto si, sin la confrontación real entre el poder político y el económico, hubiera sido posible instalar la discusión en la mesa del comedor, en los cumpleaños, en la escuela, en la universidad, en el trabajo y hasta en los medios. Me pregunto si no ha sido necesario, además, confrontar y en esta confrontación, mostrar, develar y revelar el poder económico oculto detrás de los grandes medios de comunicación, esa máquina de lavar cerebros que fue el monopolio mediático antes, durante y después de la dictadura militar.

Me pregunto si no fue necesario también desenmascarar a la Sociedad rural y a sus obsecuentes y humillados “socios” de la Federación agraria (a quienes por ese entonces se dio en llamar “el campo”) para darnos cuenta de que los buenos y campechanos gauchos son los que se han quedado con la torta sojera y con las ganancias de los pequeños y medianos productores después del tristemente famoso voto “no positivo”.
Me pregunto si no ha sido necesario, además, confrontar y en la confrontación mostrar, develar la mentira, la usura, el verdadero fondo del Fondo Monetario Internacional para que nos diéramos cuenta de que el crecimiento económico era posible sin su prestigiosa y desinteresada ayuda.
Algo habrá hecho, insisto, Néstor Kirchner porque muchos hemos comenzado a reparar en las palabras; a preguntarnos, por ejemplo, la diferencia entre “piquetero”, “ruralista” y “asambleísta”: Como todos cortaban las calles o las rutas o los puentes, no entendíamos muy bien si la diferencia era una cuestión de color, de origen geográfico, de clase social o de objeto a interrumpir con sus palos, tractores o camiones. No entendíamos por qué estaba mal visto que un “negrito” cortara una calle y muy bien visto que un “gauchito” cortara una ruta.
Tampoco podíamos entender muy claramente por qué se “presiona” a la Justicia cuando se le demanda la plena vigencia de una ley votada por el Congreso por amplia mayoría, pero no se la “presiona” cuando debe resolver los intereses de una empresa privada como Fibertel. Y en esa incomprensión fue que empezamos a cuestionar las palabras que nos relataban lo que llamábamos “realidad”.
Algo habrá hecho seguramente Néstor Kirchner para que entendíéramos (no sólo en la Academia, sino también en la calle) que la realidad era una construcción, un relato y que la “verdad” no estaba, como creímos toda la vida, en la televisión ni en los diarios (digo "como creímos toda la vida" con reservas y porque somos un pueblo con altas dosis de amnesia, porque ya sabíamos que no era así, porque habíamos vivido una guerra cuyo “triunfo” fue una “verdad” televisiva hasta que la realidad nos cayó encima como una piedra allá por 1982).
Algo habrá hecho Néstor Kirchner para que en su despedida, miles y miles de jóvenes, algunos llorando; otros, con la rabia por una muerte prematura, le gritaran a la presidenta, a su compañera de toda la vida: “Ni un paso atrás”.
“Ni un paso atrás”
es, sin lugar a dudas, una consigna que agradece el hecho de haber cambiado el rumbo que nos llevó al desastre del 2001, un camino que todos los que estuvimos en la Plaza queremos seguir transitando para ir por más, pero es también y por sobre todas las cosas, una demanda, un imperativo, una llamada a no bajar los brazos y a seguir resistiendo uno a uno los embates de quienes no quieren ceder un solo centavo de sus bolsillos llenos. “A muerte”, dijeron muchos en la capilla ardiente, tal vez un poco exageradamente. O no.
Algo habrá hecho Néstor Kirchner para pasar en sólo nueve años del “que se vayan todos” al “ni un paso atrás”.
Algo habrá hecho
Néstor Kirchner para que quienes desearon su muerte, hoy no sepan qué carajo hacer con tanto joven irrespetuoso.
Hasta la próxima y hasta la victoria siempre.
Sí, hasta la victoria siempre, ¿y qué?

martes, 21 de septiembre de 2010

El hombre de al lado: Cuando el otro me muestra al otro que soy

Estas son las versiones que nos propone:
un agujero, una pared que tiembla...

¿Qué tiene que ver un poema de El árbol de Diana de Alejandra Pizarnik con El hombre de al lado, la película dirigida por Mariano Cohn y Gastón Duprat y protagonizada formidablemente por Daniel Aráoz y Rafael Spregelburd?
Todo y nada.
En primer lugar, la poesía. El poema como espacio privilegiado del yo es muy parecido a la casa propia. Mucho más cuando el único espacio en el que se desarrolla la trama de la película es la casa Curutchet, diseñada nada más ni nada menos que por Le Corbusier. La casa Curutchet es la representación del arte, el poema que nunca dirá el hombre de al lado, el que vive del lado de allá. Es el espacio que se muestra a través de grandes paredes vidriadas y que invita al turista o al especialista en arte a fotografiar, a desear, a mirar desde afuera.
En segundo lugar, lo poético. Si la casa es el poema, la cámara es el sujeto poético, es el ojo a través del cual la recorremos. Cada encuadre es un objeto de diseño, un hecho estético en sí mismo que prescinde del guión. El ojo que nos instala cómodamente dentro de ese espacio- poema es, al mismo tiempo, el que vuelve extraño el lugar habitual, es el que hace que nos preguntemos a poco de empezar la película, cuál de los dos protagonistas es, en verdad, el hombre de al lado.
En tercer lugar, el agujero y la pared que tiembla. Un agujero que quiere ser ventana: entrada de luz, mirada al mundo… un agujero que hace temblar la pared pero que, por sobre todas las cosas, desestabiliza el adentro e instala la pregunta por la identidad: quién es esta mujer que vive al lado mío, quién es mi hija, quién soy yo. El agujero es límite y frontera entre mi espacio y lo otro, el agujero es lo que rompe el buen decir y el buen arte. El agujero es invasión e invitación a espiar el espacio del otro: permite la mirada y la posibilidad de ser visto, ya no desde la cámara fotográfica del turista o del especialista en arte, sino desde el “grasa”, el “impresentable”, el otro que, de ninguna manera soy yo.
En cuarto lugar, las versiones. Un agujero, dos espacios. Primera imagen de la película. Un lado de acá y un lado de allá. Pantalla partida y la pared que tiembla. Frontera, límite que es separación más que encuentro y, sin embargo, es inevitablemente encuentro, fatalidad y tragedia. Dos versiones de la vida: ¿Quién es para cada uno de nosotros el hombre de al lado? ¿El grasa impresentable que conquistó a la mejor petera de la ciudad o el diseñador pedante que elige matar en el otro lo que no le gusta de sí? ¿Cuál es mi versión del hombre de al lado? El plano final nos coloca del lado de allá. Y es cierre. Y es clausura.
Finalmente, lo que nos propone. Una comedia negra. Carcajadas. Un buen guión. Buenos encuadres. Y la peor de las preguntas: ¿Cuántos de nosotros mismos hay en el pedante diseñador? ¿Cuántos de nosotros no deseamos exterminar en el otro lo que no nos gusta de nosotros mismos? ¿Cuántos de nosotros no somos él?
No se la pierdan.

Hasta la próxima.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Soy estudiante secundario, soy el futuro...

Yo soy un estudiante del Normal N° 7 de la Ciudad de Buenos Aires, tengo 16 años y participo en la toma de colegios para exigirle al gobierno de Macri que se ocupe de la educación. Hoy, si me preguntan quién es Videla, voy a saber contestar, no como hace diez años; hoy, si me preguntan qué fue la noche de los lápices, voy a saber contestar, no como hace diez años; hoy, si me preguntan quién es el ministro de educación, voy a saber contestar, no como hace diez años...
Hoy por mi voz hablan quienes hablaban 34 años atrás..

Me llamo Claudio de Acha y me dicen “el colorado”. Nací en Necochea hace 17 años y voy al Colegio Nacional de La Plata. Me gusta mucho leer, tal vez por eso soy bastante tímido y me cuesta
relacionarme con las chicas.

Yo soy María Clara Ciocchini, pero me dicen cariñosamente “la cieguita”
porque uso lentes. Tengo 18 años y nací en Bahía Blanca donde me afilié a la Unión de Estudiantes Secundarios (UES) y, junto con mis compañeros cristianos del grupo “La pequeña obra” di apoyo escolar y sanitario en villas miserias de mi ciudad natal. Un día, el año pasado, vinieron a buscarme a mi casa los señores de la Triple A local. Yo no estaba. Para que no me mataran me fui a estudiar a La Plata…

Yo soy María Claudia Falcone , tengo 16 años y estudio Bellas Artes en La Plata. Soy la abanderada. Junto con mi amiga María Clara, colaboramos con tareas de educación y sanidad en las villas. En eso nos parecemos aunque en otras cosas seamos tan diferentes. A mí me gusta verme linda y estoy orgullosa de mis ojos celestes y mi flequillo lacio. Me gusta ir a bailar pero a mi novio que es medio hippie no le gusta tanto. Me gusta leer a Benedetti y escuchar a Sui Generis… Me cuentan que hoy una escuela de Palermo fue bautizada con mi nombre por los estudiantes…

Soy Francisco López Muntaner, tengo 16 años y mis amigos me dicen “Panchito”. Soy hincha de Gimnasia y participo junto con mis compañeros de Bellas Artes en la Unión de Estudiantes Secundarios. Con María Claudia, que es nuestra líder y nuestro referente, hacemos trabajos voluntarios en barrios carenciados. Creo en una distribución más justa de la riqueza y milito por la justicia social.

Mi nombre es Horacio Ungaro y tengo 17 años. Mis hermanos mayores me dicen “mi hermanito” pero no entienden que hace un año crecí de golpe cuando asesinaron a una compañera que admiraba con el alma: Mirta Aguilar, le faltaban dos materias para recibirse de abogada. Escribí en mi habitación: “Vive tu vida, hermano mío, pero también vive la mía”. Estudio en el Normal N°3 y me va muy bien en las materias: Tengo varios cuadros de honor. Tengo lindos ojos verdes pero muchas pecas, por eso tal vez soy tan tímido. Me encantan los deportes y nado en el club Universitarios desde muy chiquitito. Quiero estudiar Medicina como mi hermana Marta y soy profesor de Francés, idioma que estudio desde los 6 años. Me encantan la filosofía y los temas sociales, es sobre lo que más me gusta leer en el escaso tiempo libre que me deja el colegio y la militancia en la Unión de Estudiantes Secundarios (a la que pertenezco desde hace 2 años): con mis compañeros, vamos tres veces por semana a los barrios carenciados donde ayudamos a los pequeños que tienen menos que nosotros con la tarea escolar.

Me llamo Daniel Racero, pero me dicen “Calibre”. Tengo 18 años y soy afiliado de la Unión de Estudiantes Secundarios del Normal N°3 de La Plata. Con mi amigo Horacio Ungaro salimos a hacer campañas de vacunación en los barrios carenciados, trabajamos en la recuperación de viviendas y brindamos apoyo escolar en las villas. Hoy escribí en mi cuaderno: “Encontré una trinchera para luchar por una causa justa”

Soy estudiante secundario, soy el futuro...

Hasta la próxima.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Al maestro con cariño

Anda dando vueltas desde hace ya mucho tiempo una muy mala costumbre que profesamos algunos con mayor o menor devoción que consiste en ejercer la docencia. Qué mejor momento para charlar acerca de esta mala costumbre que esta semana del 11 de setiembre en que se conmemora en todo Latinoamérica el día del maestro. Mucho se hablará en los colegios acerca del “padre del aula” y de sus pensamientos y acciones de gobierno en pos de la educación, se repetirá en las aulas una y otra vez el viejo verso de que no faltaba nunca a la escuela y se dibujará en algún cuaderno la vieja parra y el viejo telar de la vieja Paula Albarracín cuyo único “gran acto” en su vida fue parir a nuestro contradictorio y siempre viejo, canoso y mal sentado Sarmiento inmortal.
Ciertamente, hay que reconocer que, mal o bien, sólo en los colegios se homenajeará rápidamente y como para irse lo más temprano posible a casa, a quienes tenemos a cargo esa enorme pavada que es nada más ni nada menos que la formación de nuestros jóvenes. En algunos medios, por ejemplo, se elegirá conmemorar los nueve años del atentado a las Torres gemelas que nos gana en espectacularidad y en otros (más queridos por mí, por cierto) elegirán recordar el suicidio/ asesinato de Salvador Allende durante el golpe de Estado chileno de 1973. Los más chotos preferirán decir cosas como “¿Qué están haciendo los docentes con tanto chavista subversivo tomando colegios?” o nos homenajearán dando cifras mentirosas de lo poco que saben nuestros jóvenes universitarios o recordando lo vagos que somos a través de la enumeración de paros que hicimos aun cuando tenemos quince días de vacaciones en invierno y “tres meses” en verano.
Lo cierto es que el 11 de setiembre se celebra, como todos los años, el día del maestro y hoy, entre tanto para recordar, elijo rendir un homenaje a mis colegas docentes que tan vapuleados están (estamos) últimamente en nuestro entorno social. Pero no esperen hoy y acá un texto de reivindicación de derechos ni de defensa ante tanto idiota que critica sin haber dado a luz un puto conocimiento o una puta idea en su puta vida. No. No es esa mi intención. En primer lugar, porque ya no tengo ganas y en segundo lugar porque —mis colegas coincidirán conmigo— no vale la pena en absoluto.
Hoy, en este espacio, elijo homenajearlos (y homenajearme) recordando a aquellos personajes de ficción que, con mayor o menor idealismo o crueldad, nos han representado tanto en el cine como en la televisión.
¿Quién puede olvidar, por ejemplo, al siempre alado y asexuado personaje de Jacinta Pichimahuida, creado allá por finales de los sesenta por Abel Santa Cruz, interpretado por primera vez por Evangelina Salazar y casi diez años después por la suicidada Cristina Lemercier? Quién puede olvidar a este personaje que resolvía no sólo los problemas que surgían diariamente dentro de la clase y de la escuela sino también los del portero, el bueno de Efraín con sus “blancas palomitas”, los de los padres de Cirilo o de Siracussa y hasta lograba que la docta Etelvina (más mala que la mierda e interpretada por primera vez por Mariquita Valenzuela cuando todavía se llamaba María del Carmen) le diera un beso al gordo bruto de Palmiro Caballasca (“¡Me hirve la cabeza!”) eternamente enamorado de la blonda serpiente con trenzas.
Eran épocas, claro, en que la maestra era “la maestra” y no “esa tarada que te manda tarea para el fin de semana”.
Cómo olvidar, por otro lado, al grotesco personaje que Gasalla representara allá por los años noventa: la impresentable y esperpéntica señorita Noelia, con los ojos y los labios mal maquillados, hiperbólica en su bijouterie y que se constituyó en la contrapartida del sencillo y angelical personaje de Abel Santa Cruz: “Yo soy la señorita Noelia”, decía ampulosamente, “docente y mártir”. Noelia se convirtió muy fuertemente y en muy poco tiempo en la parodia más popular de la maestra porque exacerbaba los gestos y los modos de hablar, porque le hacía decir las cosas que, en mayor o menor medida, escuchábamos de nuestros colegas y de nuestras viejas maestras. Si Jacinta Pichimahuida representó el ideal, Noelia nos mostró lo peor de la docencia y de nosotros mismos.


Y así, entre el ángel y el demonio, entre el ideal y la parodia cruel, hemos sido representados una y otra vez en la pantalla chica: ¿Cómo no nombrar al paciente y enamorado profesor Jirafales de El Chavo del 8 o al triste y edípico profesor Skinner de Los Simpson? ¿Cómo no mencionar además, al monumental Diego Capusotto en su caracterización del profesor Juan Strasnoy, subsecretario del Ministerio de Educación, muy preocupado por enseñar a los jóvenes el buen uso del idioma. Los recursos pedagógicos que despliega en el proceso de enseñanza y de aprendizaje son los que muchos docentes reprimimos diariamente a la hora de enseñar.

Pero no sólo la televisión nos ha representado en personajes memorables. También el cine nacional nos ha dado desde el sensiblero y demagógico profesor “hippie” de Sandrini (se escribe “hippie”, se pronuncia gi-pi o ji-pi) hasta la oscura y conservadora profesora de Historia, esposa del apropiador que representara Héctor Alterio en La historia oficial.
Todos ellos han mostrado imágenes más o menos idealizadas o estereotipadas del docente y han colaborado en la construcción de un determinado imaginario social.
Más allá de nuestras pantallas, la filmografía universal ha abundado también en docentes modélicos que, con mayor o menor sentimentalismo, han sido representados casi como héroes medievales al rescate de los “rebeldes sin causa”: Desde el rudo y a la vez tierno Glenn Ford de Semilla de maldad al jovencísimo, casi mago, maestro Sydney Poitier de Al maestro con cariño, el cine ha intentado demostrar con relativo éxito que con creatividad, cariño y mucho de caballero andante, todo puede lograrse en la dimensión desconocida del ámbito escolar.
Cómo no recordar en la saga de los grandes maestros cinematográficos al increíble Peter O´Toole de Good bye, Mr. Chips o el más moderno pero no menos extraordinario Kevin Kline de Lección de honor. Tampoco quiero dejar de nombrar (a tantos… pero no me alcanzaría la semana, el mes, el año…) al profesor Uchida de Mandadayo de Akira Kurosawa ni al inolvidable maestro republicano de La lengua de las mariposas que tan extraordinariamente interpretara Fernando Fernán Gómez en esa gran película sobre la Guerra Civil, que sobre todo es un canto a la lealtad.
Para finalizar, quiero regalarles un par de fragmentos de dos películas con cuyos protagonistas me he sentido identificada más de una vez en mi vida profesional y que muestran dos imágenes de maestros absolutamente distintas, insertas en realidades también diferentes y que reclaman, a su vez, diferentes estrategias.
La primera, La sociedad de los poetas muertos del australiano Peter Weir, representa un “nuevo” modelo de docente en la historia del cine cuyo objetivo ya no es “domar al rebelde” sino, por el contrario, “rebelar al domado”. Veamos esta escena que es uno de los primeros encuentros que el profesor tiene con sus alumnos dentro del aula:

El profesor Keating, representado por Robin Williams, es un atípico profesor de Literatura si consideramos que se desempeña en un tradicional y conservador colegio inglés; cuenta con un alumnado obediente y desinteresado que sigue en su mayoría al pie de la letra las instrucciones de todos y cada uno de sus maestros y que forma parte de un aula que siempre mira al frente y de una clase que jamás se desarrolla fuera del salón. El primer objetivo será pues, desestabilizar, desestructurar: cambiar la mirada y el ritmo, salir al mundo y mostrarlo en su verdadera magnitud, enseñar que los libros no siempre dicen la “verdad” y que la salvación sólo puede venirnos a través del arte y del desarrollo de nuestra propia identidad.
Obviamente, el maestro no durará mucho tiempo en esa institución ya que los representantes del “buenpensar” lo “sacrificarán” para salvar las papas de un sistema retrógrado e ineficiente que se ha mostrado incapaz de mantener cautivas las pobres mentes de esos jóvenes, según se les había encomendado desde el grupo de familias "aristocráticas" cuyo dinero había sido destinado a la continuidad de su clase y no a convertir a sus hijos en seres pensantes y dueños de su propia identidad. Pero claro, el profesor se irá sabiendo que alguna semilla ha sembrado en la mente de aquellos jóvenes porque ellos mismos se lo harán saber con el cuerpo y con el alma. Ellos serán los únicos que, a través de ese acto de rebeldía final (que consiste en una parada arriba del banco en lugar de una sentada como se estila por estas épocas), estarán con él y con su modelo de educación, a pesar de que poco puedan hacer a esa edad para elegir cómo y por quién quieren ser educados. La pregunta que queda en el aire después de esa imagen ideal de educación y de relación entre maestro y alumnos es cuánto tardarán esos chicos en convertirse en sus propios padres una vez que pase la “rebeldía” de la juventud.
En esta misma línea se inscriben también el egocéntrico y transgresor maestro de música que interpreta Jack Black en Escuela de Rock y la feminista Julia Roberts, la maestra de arte que intenta cambiar la mentalidad de las chicas educadas para ser amas de casa, en La sonrisa de Mona Lisa.

La otra película, Entre los muros, del francés Laurent Cantet, por su parte, está muy lejos de dar soluciones fáciles o idealistas a la cuestión educativa, tal vez porque se construye en el límite entre el documental y la ficción: el actor que hace de profesor —quien además es el autor de la novela sobre la que está basada el guión— ES el profesor y los alumnos que hacen de alumnos SON sus verdaderos alumnos. Si bien predomina la historia sobre el documento, la cámara es rigurosa y parece no intervenir demasiado en los conflictos que se desarrollan a lo largo de la trama. Para Cantet, el mundo no se divide en docentes buenos y docentes malos, por el contrario, se aleja de la sensiblería cursi de películas anteriores y muestra al sistema educativo en toda su crudeza, tal como es: más que soluciones al conflicto educativo, se trata de problematizarlo, de formularnos la pregunta antes que la respuesta. Acá no encontraremos ni al maestro que rescata de la marginalidad a los rebeldes adolescentes ni al profesor desestructurador de estructuras. Por eso es que no nos vamos tranquilos del cine, porque nadie nos ha dado la receta que nos indique qué tenemos que hacer: (1)

Acá no hay héroes. El profesor Marin es un ser humano común y corriente enfrentado a problemáticas nuevas y contundentes sobre las que muchas veces no sabe cómo reaccionar. Acá el profesor se equivoca y se equivoca mal, no porque sea un villano o un incapaz, sino porque es un ser humano que hace, que todo el tiempo tiene que tomar decisiones y que sabe que de sus decisiones dependerá el desarrollo de la clase y de las que vendrán a continuación; sabe que cada entrada al aula es una puesta en escena que deberá improvisar como si fuera la última, sabe todo lo que se exige de él y sabe también lo difícil que será cumplir con las expectativas sociales pero, fundamentalmente, con las de sus estudiantes que piden a gritos que alguien les muestre los límites y les enseñe no qué deben pensar, sino a pensar; que les enseñe no qué deben crear, sino a crear; que les enseñe más que a resolver problemas a problematizar: que les enseñe a trabajar para construir la propia identidad en relación con su entorno, que los guíe sin empujar, mostrando más que demostrando y preguntando antes que respondiendo.

Finalmente, este 11 de setiembre, quiero mandar junto con todos estos personajes, un cariñoso saludo y mi más sincera admiración a todos los colegas docentes para decirles que no están solos, que Jacinta Pichimahuida, la señorita Noelia, el profesor Jirafales, el maestro Skinner, Mr Chips, el señor Keating, el profesor Marin y tantas otras creaciones del ingenio universal están hoy acá para mostrarnos que existimos y que somos importantes. Vaya, entonces, este homenaje para todos ustedes.
Permítanme, por último, agradecer a mis propios maestros, a los vivos y a los que ya no están: los de la academia y los de la vida:
A Juan Francisco Esponda y Esther Esmoris que no sólo me cambiaron los pañales sino que fueron mis primeros y mejores maestros.
A Luis Iglesias, a la Sra. de Andié, a la Sra. Beba (María de la Asunción Barceló Flores), a Juan Carlos Bilelló, a Enrique Pezzoni, a David Viñas y a tantos otros maestros que dejaron su huella tanto dentro como fuera del aula.
A El Maestro, Jorge Luis Borges, que me enseñó entre tantas otras cosas, que los caminos se bifurcan infinitamente y que cuando elijo un camino me pierdo infinitos otros menos uno: el que elegí.
A todos: Muy feliz día.

Hasta la próxima.

(1) Lamentablemente no pude subir el fragmento que había preparado para esta oportunidad, por lo que fue reemplazado por el trailer de la película que muestra muy bien la problemática a la que se enfrenta el profesor Marin.

lunes, 9 de agosto de 2010

No hay pelotudo que no tenga un blog

En un artículo llamado “El placer de escribir”, Umberto Eco se preguntaba acerca del porqué no nos escandalizamos por el hecho de que haya mucha gente que toca la guitarra, que canta, representa, pinta o hace cerámica pero sí nos escandalizamos cuando vemos que hay mucha gente que escribe. Esto es lo que parece escandalizar al filósofo José Pablo Feinmann cuando dice que en Argentina “no hay pelotudo que no tenga un blog” y lo dice tan enojado que uno termina preguntándose qué es lo que, en verdad, le molesta: “A la mayoría de los que escriben blogs, un buen jefe de redacción les daría una patada en el culo y los echaría por la pésima prosa que tienen. No es cuestión de “voy a ponerme un blog…” Hay que saber escribir también; si no, no le hagas perder tiempo al que te lee, no lo agredas con tu mala prosa.” Y termina diciendo el prestigioso filósofo que “ese democratismo” le parece realmente “agraviante con el lector”.

Cuesta creer que un intelectual del prestigio de Feinmann se enoje tanto con gente que escribe por el simple placer de escribir, sin cobrar un peso y que no le pone un revólver en la cabeza a nadie para que lea lo que, bien o mal, ha escrito. En este sentido, no se entiende de qué manera constituiría un agravio al lector: Todo el mundo sabe que ningún acto de escritura garantiza y, mucho menos, obliga el acto de lectura; todo el mundo sabe que la lectura es un acto introspectivo e individual y que, aún en el ámbito escolar, es un acto absolutamente voluntario que no puede obligarse ni mucho menos, violentarse. Nadie, por lo tanto, va a “perder el tiempo” leyendo algo que no quiere leer.
Lo que, en verdad, parece molestarle a Feinmann es lo que él mismo llama despectivamente “ese democratismo” que no es otra cosa que la democratización de la escritura y de la lectura que posibilitó la existencia de la red y de estos nuevos formatos (con sus aciertos y sus desaciertos) que permiten eludir a los supuestos “dueños” de la palabra escrita que han sido siempre quienes decidieron qué debía leerse y qué no. Esta proliferación de bloggers, de escritores amateur que, de pronto, invaden el espacio cibernético y que, por si esto fuera poco, son leídos y comentados por sus pares y por sus lectores sin permiso de nadie, no puede menos que molestar a autores consagrados como Feinmann, que conciben la escritura como el exclusivo derecho de unos pocos que “saben escribir”. Al respecto dice Umberto Eco (que tiene casi tanto prestigio como Feinmann): “Imaginar poemas, historias, páginas de diario o cartas debería ser también algo que todos hacen, así como andar en bicicleta, sin ambición de intervenir en la Vuelta a Italia. ¿Por qué, entonces, quien escribe debe ser un Moravia o un fracasado? (…) Es que después de la invención de la escritura, los escritores han rodeado su actividad de una atmósfera hermética y sacra.” Es decir, una actividad exclusiva, selectiva, que sólo puede llevar a cabo una cierta “elite”. En este sentido, no es casual que la Facultad de Filosofía y Letras no incluya en su programa materias obligatorias donde los alumnos asistan a prácticas de su especialidad, como sí las tienen las carreras de Bellas Artes o el Conservatorio de Música. Parecería que tanto las artes plásticas como las musicales sí pueden ser practicadas por las bestias terrenales mientras que a la literatura sólo tendrían acceso los representantes del Olimpo académico.
¿Qué es, pues, lo que verdaderamente molesta de “ese democratismo”? ¿Que no sean las editoriales las que decidan qué leer y qué no? ¿Que no sean los grandes medios?[1] ¿Qué no sea la Facultad de Filosofía y Letras la que decida poner de moda a Cortázar, a José Bianco o a Roberto Arlt? Porque, en definitiva, ¿quién determina, señor Feinmann, quién sabe escribir y quién no? ¿Quién determina qué es y qué no es literatura? ¿Sabía escribir Arlt? ¿Según quién? ¿Según Borges, según Piglia…, según quién? ¿Sabe escribir usted? ¿Según quién? ¿Según su “buen jefe de redacción”, según su editor? Se preguntó cuántos prestigiosos escritores como usted abrieron alguno de sus libros en la primera página y lo cerraron en la segunda porque no les gustaba su prosa? ¿Violenta usted a los lectores a quienes no les gusta su prosa? Claro que no, Señor Feinmann. No los violenta usted, ni los agrede, porque ellos tienen todo el derecho de cerrar su libro y arrojarlo por la ventana si no les gusta el modo en que usted escribe. Lo mismo pasa con los lectores de blogs. No los subestime: ellos también saben hacer clic en la cruz del ángulo derecho de la pantalla cuando un texto los aburre o cuando consideran que un escrito tiene una “pésima prosa”. La diferencia es que por su libro han tenido que pagar y por leer un blog probablemente no.
¿No será hora, señor Feinmann, de empezar a estudiar estos nuevos formatos? ¿No será hora de repensar la escritura en función de las nuevas herramientas que han logrado repartir la palabra entre los simples mortales? Acaso, cuando allá por el siglo XV aparecía la imprenta, los sacerdotes que eran entonces los dueños del buen decir, ¿no reaccionaron como reacciona hoy usted frente a los nuevos formatos que permiten las nuevas tecnologías?
Humildemente, creo que no es verdad que el mundo de la escritura se divida entre los escritores “editados” que “saben escribir” y los “bloggers pelotudos” con “mala prosa”. Simplemente creo que existen los “buenos” escritores y los “malos”, cualquiera sea el medio o el formato que elijan para hacerlo. Y que siempre, en cualquiera de los casos, habrá lectores capaces de diferenciarlos.

Hasta la próxima.

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[1] La movida bloggera, en este sentido, ha constituido en los últimos tiempos un fenómeno comunicacional al que Josefina Ludmer llamaría una de las formas de “las tretas del débil”, pues se ha convertido en una fuente de información alternativa al monopolio comunicacional de los grandes grupos hegemónicos.

viernes, 9 de julio de 2010

Mis primeros 50 años

Mañana, 10 de julio de 2010, cumplo mis primeros 50 años. Y uno puede cumplir muchos otros 50 años pero nunca volverán a ser como éstos, los primeros.

Dicen que los 50 traen consigo una reflexión y un balance de la vida vivida, pero yo no voy a reflexionar ni hacer ningún tipo de balance. En mis primeros 50 se me ha dado por buscar viejas fotos, tal vez porque las fotos son y no son lo que somos: ¿Cuántas veces nos miramos en las viejas fotografías y no nos reconocemos? ¿Cuántas veces nos vemos en esa imagen, pero no recordamos a la que está siendo en ese momento y en ese lugar? (Por ejemplo: ¿Qué estaba pensando esa nena que apoya su rostro contra una ventana? ¿A quién o qué mira? ¿Por qué esa expresión?) Por eso pienso que las fotos muestran y al mismo tiempo velan lo que somos. Qué misterio el de las viejas fotos, qué impenetrable misterio el de esas imágenes que instauran más preguntas que respuestas, más deseos que certezas... Pero no sólo con las fotos experimentamos esa sensación de ajenidad: a mí me sucede también frente al espejo o cuando leo a la que creo que soy mientras me escribo... ¿Soy la que escribe o la que es escrita? ¿La que está escrita es la misma que la que escribe? ¿Es la misma que ven los demás? Pero… ¿quiénes son, en verdad, los demás?

(—Como verán, los 50 le dieron duro… Largá la milonga, nena…)

No sé si es muy común que los 50 ataquen por el lado de la identidad, por la pregunta de quién es uno a partir de una pila de fotos. Creo que ya les conté alguna vez que tengo un papá fotógrafo así que imaginen la cantidad… Algunas no sabía ni que existían.
Lo cierto es que, mirándome desde tan lejos, no estoy aquí más que para expresar mi más profundo amor a todos aquellos que hicieron que fuera hoy esto que soy, que no es, en verdad, "lo que soy", sino un breve acercamiento, una mera construcción, un simple relato más de alguien que se mira desde un determinado lugar. Después de todo... ¿Qué otra cosa somos sino narraciones?

Y hoy, aquí mismo (no sé qué sentiré mañana) siento que soy una mujer que la ha pasado demasiado bien en la vida y que ha hecho mucho más de lo que algún día imaginó que haría, que tuvo la suerte de tener la madre que tuvo, el padre y la hermana que tiene. Que ha tenido la oportunidad de conocer el amor incondicional e incalculable de un hombre al que ama hasta con las rodillas y que ese hombre es el hombre con el que le gustaría morir. Que ha tenido dos hijos que se parecen mucho a la perfección, a la verdadera perfección… Que siempre ha tenido perros y gatos… y hamsters y loros y canarios y pulgas… Que ha tenido y tiene amigos y amigas incondicionales porque, como decías vos, mamá: “amigos no son los que están sino los que permanecen…” Que ha sido deportista e intelectual, que ha participado en torneos de ajedrez, que todavía va tres veces por semana al gimnasio y da clases en la universidad, que ya no fuma pero disfruta de un buen vino tinto y algún que otro “vicillo” de esos que andan por ahí, que es incondicional mientras no la traicionen y determinante (y hasta cruel) con los traidores. Que escribe, que teje, que ama el cine y la historieta, que canta en la ducha y da la vida por el dulce de leche, el chocolate y el mantecol…

(—Esta que escribe es un poco egocéntrica, ¿no les parece?

—Sí, me parece. Es más, yo le quitaría el atributo “un poco” al núcleo del predicativo “egocéntrica”.

—Bueno, yo un poco la entiendo: Piensen que durante años, los dueños del buenpensar nos han hecho creer que es muy meritorio pensar en el otro antes que en uno mismo. Por mi parte, nunca entendí demasiado ese precepto engañoso por el que he vivido con alguna culpa ciertas decisiones que he tomado y ciertas acciones que he llevado a cabo a lo largo de mi vida. Hoy, por el contrario, estoy convencida de que quien no se quiere a sí mismo no puede querer sanamente (en el buen sentido de la palabra “sano”) a nadie, que quien va en contra de su esencia, nunca podrá estar tranquilo consigo mismo ni con los demás. porque el que no hace lo que quiere con su vida, se amarga, se pudre; y amarga y pudre a todo el que se le acerca. Así que SÍ, es egocéntrica, somos egocéntricas (que no es lo mismo que ser ególatra) y hasta cuando piensa en los demás, piensa también en sí misma.)

¿Si hubiera cambiado algo de lo que hice hasta ahora de tener una nueva oportunidad? ¡Uf! ¡Tantas cosas! Hubiera elegido, por ejemplo, otro color de vestido para mi fiesta de quince (ver más arriba: ¡Qué horror!), hubiera dejado pasar algún tren para no llegar a tiempo a alguna sesión de terapia, hubiera disimulado menos mis defectos y hubiera mandado esas flores que no mandé a un hombre que algún día fue. Me hubiera pintado menos la cara durante mi adolescencia, hubiera querido ponerme un atuendo menos atrevido y tacos menos altos en alguna primera cita, hubiera invitado a menos gente el día de mi casamiento y le hubiera puesto un nombre más lindo a un perro que tuve que se llamaba “Calzón quitado” (por suerte, hoy tengo una siberiana que se llama Emma Peel, mucho más prestigioso, aunque no tanto como Platón o Joyce o Kafka…)

En fin… si me pongo a enumerar todo lo que habría cambiado en mi vida si tuviera una nueva oportunidad, no me alcanzaría este espacio para contarlo…

(—Che, nena, esto es muy parecido a un balance…)

—Tenés razón, si esto no se parece a un balance… Es que esta mina se cree que porque lee a Borges tiene todo el derecho de vivir en una constante contradicción…)

Acá me dicen algunas de mis varias que esto se parece bastante a una reflexión o a un balance de una mujer que cumple sus primeros 50 años. Tienen razón. En todo caso, prometo no hacer otro estúpido balance hasta mis próximos 50 años.

Hasta la próxima.

jueves, 27 de mayo de 2010

El día después y la reivindicación del conflicto

Aun cuando este espacio no fue pensado para hablar de política, los que me conocen saben que soy una mujer política, plantada en un medio político y con una participación activa en el debate ideológico. Por eso, a pocos días de la culminación de los festejos del Bicentenario, me es imposible dejar de comentar algunos de los relatos que se han escuchado en radio y televisión el día después.
Por un lado, parte de la oposición y ciertos analistas basados en supuestas “encuestas” aseguran que el pueblo argentino ha dado una lección a sus gobernantes durante estos festejos y que, con su participación en las calles, no ha hecho otra cosa que expresar la necesidad de consenso frente al conflicto entre el gobierno nacional y el gobierno de la ciudad que habría “nublado” los festejos en este Bicentenario.
Por el otro lado, están quienes, lejos de querer ocultar el conflicto, hacen de la “caprichosidad” el carácter fundamental del mismo, banalizando de manera vergonzante una diferencia que no sólo es ideológica desde su base, sino que además expresa dos maneras diferentes, incluso contrapuestas, de pensar un país.
Tanto quienes pretenden ocultar o disimular el conflicto como quienes lo banalizan al punto de convertirlo en una mera pelea de chusmas de barrio intentan instaurar un panorama desideologizado y aséptico indigno de los verdaderos tiempos que corren.
Por eso, hoy, en este espacio dedicado a “las palabras y las cosas”, me propongo reivindicar de una vez por todas el conflicto y su verdadera importancia en estos festejos del Bicentenario que lo han puesto en escena en lugar de ocultarlo. Quiero rescatar su positividad y su puesta en evidencia contra la hipocresía política y contra los que todavía hacen del quehacer público una mera cuestión de imagen para el mundo o para los años por venir.
Si el Centenario fue la fastuosidad de los festejos que trataba de ocultar una Ley de Residencia que reprimía a los inmigrantes, si fue la fiesta de unos pocos en medio de un estado de sitio y de una durísima persecución ideológica hacia los cuadros políticos que comenzaban a hacer escuchar su reclamo por una sociedad con más derechos para los obreros, las mujeres y “para todos los hombres del mundo” que querían “habitar el suelo argentino”, si el Centenario representó la promoción de lo que Ricardo Rojas llamó la “pedagogía de las estatuas” para mostrar un país grandioso que estaba muy lejos de serlo más que para los cuatro o cinco que podían en verdad disfrutarlo, HOY, en 2010, el Bicentenario muestra a todas luces y sin ocultamientos la puesta en escena del conflicto en un ambiente de libertad de expresión como pocas veces hubo a lo largo de toda esta centuria, sin represiones ni a piqueteros ni a movimientos sociales ni a manifestaciones del campo ni a ambientalistas ni a periodistas que, aunque dicen tener miedo (¿a un cartel?), nunca expresaron su miedo ni el de sus colegas desaparecidos durante los gobiernos dictatoriales que sí metieron miedo en este país.
Y ES QUE SÍ, SEÑORES, ACÁ HAY CONFLICTO Y ES BUENO QUE ASÍ SEA. Es bueno que lo vayan entendiendo de una vez por todas. Acá hay conflicto entre el poder político y el económico como hacía mucho tiempo que no sucedía en el país. Acá están, por un lado, los resabios menemistas de la farándula, con su pizza y su champagne y, por el otro, la presencia de los artistas del interior del país y los artistas latinoamericanos en un escenario que recibió de manera gratuita a un público increíble que festejó cantando el himno con la emoción y la garra que sólo escuchábamos en los mundiales de fútbol.
Por eso, no nos vengan con la cháchara de “El obelisco y el Colón, un solo corazón”, que ninguno de los que estuvo allí presente en los festejos cantó nada por el estilo por si quieren enterarse los serios y circunspectos hacedores de encuestas.
Lo mismo corre para todos aquellos que insisten en “caprichizar” el conflicto, que ignoran o pretenden ignorar que la decisión de la presidenta de no asistir a la reapertura del teatro Colón (y más aún después de haber visto su vergonzosa televisación) se trata de una decisión política e ideológica que pone en escena dos maneras absolutamente distintas de pensar un país: un país que tiene todavía el culo más arriba de la cabeza y que sigue mirando al norte aun cuando el norte se desmorona irremediablemente (y esto no tiene nada que ver con la importancia indiscutible que en el mundo de la cultura tiene desde siempre el teatro Colón) y un país que empieza a mirar a los costados y comienza a identificarse con su historia y con sus orígenes latinoamericanos.
Entonces, señores, les guste o no: HOY, EN 2010, HAY CONFLICTOS.
Y todavía queremos más, muchos más: con el poder minero y con el financiero, con los banqueros que se enriquecen con nuestras crisis, con los jueces truchos y la corrupción, con quienes hicieron que pagáramos la deuda que no nos corresponde pagar.
Más conflictos con todos aquellos que no quieren conflictos.
Y es que ya nadie puede hacernos creer que el conflicto es algo malo. Es algo malo para quien quiere conservar el estado de cosas a cualquier precio para cuidar los bolsillos que tan bien llenaron a costa nuestra y con la anuencia de los gobiernos anteriores; pero no para nosotros, no para la gente, no para el futuro, no para un país que quiere mantener intacta su memoria en función del porvenir. Ningún cambio importante se da ni en las personas ni en las naciones, sin conflicto. Por eso es hora de reivindicarlo y de colocarlo en su justo lugar, porque ocultar el conflicto es tan ideológico como mostrarlo.

Por último, creo que el pueblo no salió a la calle para expresar su desacuerdo con ninguna falta de consenso, ni contra ningún supuesto “capricho” presidencial, ni siquiera salió a la calle para apoyar a un gobierno. Simplemente salió a la calle para expresar nada más ni nada menos que su sentido de pertenencia, su necesidad de estar cerca del par y de identificarse con el de al lado por un pasado en común que no es otra cosa que un presente y un futuro en común: federal y latinoamericano como el que soñaron los verdaderos héroes de la Patria, desde Moreno y Belgrano hasta el inquebrantable heroísmo del Che.
Para eso salió la gente a la calle. Y la pasó muy bien. Muy pero muy bien.

Hasta la próxima.

viernes, 21 de mayo de 2010

La doble vida de Verónica y la repetición infinita.

A mis alumnos del taller "El doble en la literatura y en el cine":

"Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías"

Jorge Luis Borges: "Ajedrez"

Hay películas que veo una y otra vez con sublime adoración. Como cuando era chiquita y exigía una y otra vez los mismos cuentos, las mismas historias. Papá, mamá o a veces la tía Delia no debían olvidar un solo detalle porque ese olvido podía ser fatal, tan fatal como romper la magia del encuentro con los gnomos y las hadas, con la inocente Alicia y el cruel Humpty Dumpty, o con la mancha de humedad en la pared que de pronto era monstruo o princesa, hada madrina o pirata, reina de corazones o conejo de frac corriendo con un reloj en la mano.
Pero el cine tiene unos tiempos que no son los de la literatura, mucho menos los de la narración infantil. Cuando se está en el cine, no hay vuelta atrás para volver a ver una escena; ni hay hastío, curiosidad o ansiedad que pueda hacer avanzar la historia hasta donde querríamos hacerla avanzar. Y quizás la magia esté precisamente ahí, en esa percepción de lo inmediato, en ese simulacro de mundo cerrado que parece que empieza y termina en ese preciso lugar, en ese milagroso momento de la instantaneidad.
Pero yo soy una lectora; soy una lectora aún, cuando voy al cine. Y la velocidad no me da tiempo para "leer", para leer de verdad: a falta de páginas en el cine, necesito el rewind y el flashforward, tal vez porque las buenas películas me devuelven a la nena que fui, la que no quiere moverse ni por un instante del lugar del placer. Quizás sea por eso (pero quizás no) que vuelvo una y otra vez sobre ciertas películas que, por un motivo u otro, me han devuelto aunque sea por un instante a ese lugar del placer, tal vez sea por eso (pero tal vez no) que hay escenas que me conmueven de la misma manera cada vez que las vuelvo a ver, como nos ha conmovido la piel de ese hombre la primera vez y nos sigue conmoviendo en el siempre nuevo y repetido rito del amor.
Hoy quiero mostrarles y comentar con ustedes dos escenas bellísimas de La doble vida de Verónica (1991) del director polaco Krzysztof Kieslowski: dos de las escenas más maravillosas que conozco no sólo por lo que se muestra sino por el modo en que se lo muestra que nunca es azaroso, nunca es porque sí.
Weronika vive en Cracovia y está comenzando una exitosa carrera como cantante. Tiene problemas con su corazón por lo que su salud no tiene la fortaleza que su carrera le exige. Véronique vive en París y es una modesta profesora de música que, a pesar de que también tiene problemas con su corazón, se hace estudios y se cuida como si algo o alguien le dictara qué es lo que tiene que hacer. Demás está decir que ambas (la bellísima Irène Jacob) son exactamente iguales y que se intuyen una a la otra como si fueran parte de un doble acto de creación. No voy a contar más, pero sería bueno que vieran la película antes de ver las escenas que les quiero mostrar. Los que ya la vieron pueden seguir conmigo acá. Los que no, vayan a verla que nos encontramos después...
En esta escena vemos a Weronika en su primera y última actuación frente a un gran público:


Es una escena sobre la que hay que volver, al menos una vez más, volver... Yo creo que si uno no vuelve sobre esta película la mayor parte de su belleza y de su significación queda a mitad de camino. Por ejemplo, ese maravilloso travelling cenital después de que Weronika cae, sólo puede “leerse” en relación con la escena del teatro de marionetas que veremos también juntos, más abajo. Pero primero estudiemos ésta un poco más detenidamente:
Plano general y fundido desde el negro: escenario... teatro lleno. Poco a poco se va haciendo la luz y los primeros acordes crecen junto con la escena. Cuando Weronika es la que mira, la angulación en picado (desde arriba) focaliza al público, al director o a la orquesta, pero, de pronto, es el director quien mira y la cámara focaliza a Weronika en contrapicado (desde abajo). Weronika está en la cima y crece junto con su voz para elevarse hasta alcanzar el clímax musical y narrativo de la escena. Cuando estamos extasiados con la orquesta, con el coro, con su voz (1) , con su imagen, con los ocres y amarillos convocados a escena para que ocurra la magia, entonces, la angulación desordenada junto con el silencio feroz que lastima nuestros oídos antes extasiados, nos hace volver a tierra. Escuchamos el golpe del cuerpo al caer y el plano fijo inclinado del piso de madera nos duele en el cuerpo.
Pero, entonces, el montaje, por oposición, nos transporta por el aire en ese travelling cenital que anticipa el vuelo de la otra que será la doble de su doble y que veremos en la más bella escena de la película acá abajo. ¿Quién mira desde ese vuelo sobre el teatro? ¡Dura tan poco el mirar del volar!... De inmediato, un encuadre inclinado nos confirma que Weronika ha muerto. Y entonces, el entierro, la angulación en nadir que, en clara oposición con el travelling cenital, nos coloca en el lugar de la muerte: las paladas de tierra son golpes que ciegan en el silencio. ¿los ojos que miran desde la tierra son los mismos que miraban desde el vuelo teatral? ¿Se puede en un instante pasar del cielo a la profundidad del pozo? Y las paladas de tierra taladran nuestros oídos. Es más que oscuridad y silencio: es su anunciación, su siniestro anticipo lo que nos cegará y nos dejará definitivamente sordos.
Y sin embargo, algo acaba de pasar sobrevolando el público... Aunque no es ella, la escena siguiente nos devolverá la imagen de Werónica haciendo el amor. Es Véronique desnuda que, de vuelta del orgasmo, se siente sumida en una infinita tristeza por una pérdida que no puede precisar: ¿la petite mort que anticipa la gran muerte?, ¿la vuelta al ser discontinuo después de la experiencia sexual de la continuidad en el par?, ¿o la caída en la soledad existencial, en la ahora plena conciencia de estar definitivamente sola en el mundo?

Veamos, ahora, la escena del teatro de marionetas: En el colegio donde Véronique enseña música llega un titiritero, Alexandre, con sus bellísimas creaciones:

Es ésta para mí una de las escenas más bellas que haya visto en el cine en toda mi vida.
La autorreferencia es evidente: el texto habla de sí mismo, pone en escena su propia producción: ¿No es acaso el titiritero/ escritor, que maneja los hilos de los personajes de la historia, el doble del director/ autor de la película que maneja los "hilos" de la filmación? ¿No es el público allí presente el doble de los espectadores de la película? ¿No es la representación que presenciamos un doble de la escena que analizamos anteriormente, la de la muerte de Weronika en la plenitud de su arte? Una artista, en este caso una bailarina, cae en plena actuación y por el arte de la magia, se transforma en mariposa: ¿No es acaso este vuelo la explicitación del travelling cenital de la escena anterior? ¿Se ha convertido también Weronika en mariposa como su doble de la ficción?
Ya cerca del final, Véronique despierta en la casa de Alexandre. El titiritero (¿el director?) está trabajando en una nueva obra que representará la doble vida de Verónica. Alexandre le muestra las nuevas marionetas en las que la chica se reconoce casi con tristeza:
-¿Por qué dos? -pregunta Véronique.
-Durante la función, las toco mucho -contesta Alexandre- se estropean.
¿Será que así funciona la trama de la Historia? ¿Será que no somos más que un boceto de una obra de arte por venir, un borrador de un futuro y lejano original, un repuesto por si nuestro doble se rompe?... ¿Cuántos borradores cada vez más perfectos habrá de nosotros? ¿Existirá en verdad algo parecido a un "original"? ¿Y el titiritero/ escritor no repite al director quien, a su vez, repite al Creador quien a su vez repite al Creador quien a su vez...? ¿Y así, una y otra vez, una y otra vez, infinitamente...?

Y sí... Hay películas que veo una y otra vez con sublime adoración. Como cuando era chiquita y exigía una y otra vez los mismos cuentos, las mismas historias...

Hasta la próxima.

(1) Una anécdota curiosa: El supuesto compositor barroco holandés que la Verónica francesa anota para sus alumnos en el pizarrón, el enigmático Van den Budenmayer, nunca existió en realidad. La música de la banda sonora de esta película pertenece al músico fetiche de Kieslowski, el genial Zbigniew Preisner. Durante mucho tiempo se mantuvo el mito de la existencia del compositor holandés cuya verdadera identidad se reveló recién a la muerte del director polaco y que aparece nombrado no sólo en esta película sino también en otras del mismo director.

viernes, 7 de mayo de 2010

¿Una generación de "boludos"?

A mi amigo Daniel Cámpora, compañero de charlas entre vinito y vinito.

"__¿Qué hacé, boludo? ¿Todo bien, boludo?
__Todo tranquilo, boludo, ¿y vo, boludo?
__Todo bien, boludo. Rebién, boludo, en serio. "
(Escuchado como al pasar en una charla entre adolescentes)

Es ya un lugar común que los adultos de mi generación critiquemos a nuestros adolescentes por el uso indiscriminado y para mi gusto abusivo del apelativo "boludo" o "boluda". Sin embargo, no hemos hecho más que criticarlos en lugar de abocarnos a analizar las causas de este uso tan extendido entre nuestros jóvenes de la palabra "boludo" o "boluda" como mero apelativo para convocar al par. Y mucho menos nos hemos preocupado por medir las consecuencias que todos los argentinos hemos sufrido, sufrimos y sufriremos por la banalización de este querido vocablo que nos ha representado y nos representa hoy en todo el mundo, y que está casi a la altura de un Borges, un Piazzolla o un Maradona.
Concordarán conmigo en que, cuando nosotros, los que estamos arañando los cincuenta, éramos adolescentes, también teníamos nuestros propios vocativos. "Loco", "flaco", "hermano"... eran algunos de los motes que usábamos para llamarnos entre nosotros. ¿Alguien recuerda el enojo de nuestros padres cuando nos escuchaban hablar de "ese" modo? ¿O cuando cantábamos "Cocaine" a voz en cuello arrebatados por la música y la comunión de estar entre amigos?
Mi mamá, por ejemplo, se enojaba cuando decía "¡Qué bronca!" y entonces me corregía diciéndome: "Nena, no se dice ¨qué bronca¨, se dice ¨qué fastidio¨". Yo me imaginaba diciendo "qué fastidio" en alguna de las reuniones de entonces y me reía de sólo pensar en las caras que pondrían mis amigos y mis amigas ante semejante alocución.
¿Es casual que uno de los vocativos que más usaba nuestra generación fuera el de "loco"? Si lo pensamos un poco, el vocativo "loco" tenía su razón de ser. Éramos los herederos de la generación hippie, de la generación que cambió los modos de mirar el mundo y que privilegió el amor por sobre todas las cosas, que revolucionó el concepto de familia y pregonó la libertad sexual. ¿Quién de nosotros no estaba orgulloso de "estar un poco loco" en una sociedad ahogada en estructuras y deberseres?
No era, pues, tan "loco" que nos llamáramos "loco", "loquito", "loca", "loquita" y nos vistiéramos con largas polleras y sandalias franciscanas, con vinchas de flores naturales y túnicas de bambula teñida al batik. Nos vestimos como ellos aunque no éramos ellos porque estábamos orgullosos de su revuelo social. Y así vestidos, militamos el "hagamos el amor y no la guerra" e hicimos política porque sabíamos que el mundo no podía seguir siendo tal como era, no podía seguir funcionando tal como estaba.
Muchas veces hemos dicho en este espacio que el lenguaje no es para nada inocente y los modos en que los jóvenes de las diferentes generaciones se han llamado a sí mismos no son nunca meramente casuales. Si bien los apelativos terminan siendo solamente eso: apelativos, nunca pierden el sentido original de la palabra o las palabras que lo forman. Tal vez, y sólo tal vez, nos llamábamos "loco" o "loca" porque en nuestra generación hubo muchos "locos" y "locas" que dieron la vida por un ideal, porque otros "locos" con sandalias o "locas" semidesnudas cantaban "Libros sapiensales" o "Jugo de tomate frío" en la playa bajo la luna, en lugar de trabajar o de estudiar y porque muchos "locos" le dijeron "no" al casamiento, "no" a las normas, "no" a la hipócrita sociedad.
Y ahora me pregunto qué fue lo que hizo que los adolescentes de hoy en día (pero también los de la década del 90) se llamaran uno a otro "boludo" o "boluda". ¿Qué hizo que inconscientemente se vieran a sí mismos de ese modo? ¿Será que entre nuestra generación y la siguiente ocurrió una dictadura feroz que apuntó a aniquilar la inteligencia, la rebelión, las ganas de volar? ¿Será que esa matanza no sólo asesinó cuerpos e ideas sino que, además, asesinó a la "locura" para que la "boludez" tuviera el terreno libre en las jóvenes mentes de nuestros jóvenes adolescentes? ¿O será que el "boludo" no es más que una maniobra de rebelión juvenil inconsciente contra el lenguaje instaurado, contra quienes nos creemos los dueños del lenguaje, contra quienes nos creemos con derecho a decirle a los jóvenes cómo tienen que hablar? ¿No sufrimos también, acaso, por parte de nuestros padres esa soberbia de creerse ellos mismos los dueños del buen decir? ¿En verdad podemos enojarnos con nuestros jóvenes porque se llaman uno a otro "boludo" o "boluda"? No lo sé. En verdad, no lo sé.
Lo que sí sé es que los subestimamos cuando creemos que no saben con quién o cuándo usar el apelativo, que es más fácil echarle la culpa a ellos y a las nuevas tecnologías que darnos cuenta de que somos nosotros, los adultos, quienes no podemos o no sabemos ponerles un límite. Cuando decimos indignados: "¡Lo que pasa es que con eso del msn se han acostumbrado a escribir cualquier cosa!", o: "No sé qué hacer con mis hijos que me tratan de boludo como si yo fuera un compañerito más", en realidad, lo que estamos haciendo no es otra cosa que esquivar el bulto. Yo creo que los chicos manejan más códigos que nosotros y que saben perfectamente cuál corresponde a cada situación comunicativa. En todo caso, dependerá de nosotros, sus guías, poner los límites cuando corresponde. Convengamos que es más fácil "dejarlo pasar" que ponerse firme en la decisión de no dejarlos ir más allá de lo que ellos en realidad quieren ir, porque en definitiva, si algo nos están pidiendo a gritos nuestros adolescentes es que les pongamos un límite. Inconscientemente saben que preocuparnos es quererlos. Ningún hijo, ningún alumno se siente cómodo cuando los padres o sus docentes son demasiado permisivos.
Para terminar con este tema, a mí, particularmente, lo que en verdad me molesta es la banalización que el otrora inigualable insulto argentino ha sufrido a partir de las últimas generaciones de jóvenes. ¿Qué ha quedado de la bellísima violencia de la palabra "boludo" o "boluda", sólo superada por la más bellísima aún: "pelotudo" o "pelotuda"? ¿Qué ha quedado de ella después de esta apropiación juvenil del término como un vocativo inocuo cuando no insoportablemente amistoso? ¿Qué queda de la belleza de las malas palabras a las que se ha referido Roberto Fontanarrosa en el III Congreso de la Lengua que se llevó a cabo en Rosario en agosto de 2004 (Ver aquí)? Nada. No queda nada. Tal vez una leve diferencia en la entonación, en la acentuación un poco más violenta de la sílaba "lu"...
Pero esto es nada o casi nada... Ahora somos todos boludos y no nos diferenciamos ya como boludos los unos de los otros.
Hasta la próxima.