"En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts´ui Pen, opta -simultáneamente- por todas..."

domingo, 23 de septiembre de 2012

Infancia clandestina: cuando el maní con chocolate es una bala y es también metáfora del amor.

Te doy una canción como un disparo
como un libro, una palabra, una guerrilla
como doy el amor....
Silvio Rodríguez

Hay películas que, como los grandes libros, casi inmediatamente a poco de empezar, provocan la inteligencia y apelan al goce estético más distanciado, más mental, aunque no necesariamente menos pasional. Otras, en cambio, desde el principio, causan estupor, ese estupor visceral que nos pega en la piel antes que en la mente; que nos hiere en el cuerpo, antes que en la inteligencia, la estética y todo lo demás. En esos momentos mágicos, el pensamiento y la razón dan un paso atrás para dar lugar a la experiencia. Esto es precisamente lo que pasa y seguirá pasando hasta el final con Infancia clandestina, la primera película de ficción de Benjamín Ávila, basada en parte en la vida de su autor. Y es que Infancia clandestina es una historia sobre la ternura y el terror, sobre la violencia y el nacimiento del amor, sobre el modo en que un maní con chocolate bien saboreado puede ser metáfora de seducción y, al mismo tiempo, literalmente, puede ser escondite para las balas de la resistencia, del miedo y del terror frente a las circunstancias más violentas de nuestra historia.
La película relata la contraofensiva montonera de 1979 desde la perspectiva de un niño de 11 años, Juan (Teo Gutiérrez Moreno), tras la vuelta al país de sus padres montoneros (Natalia Oreiro y César Troncoso) después de cuatro años de exilio en Cuba. La estrategia de la mirada de un niño no es novedosa en este tipo de historias. La culpa es de Fidel, la película francesa de Julie Gavras (2006), por ejemplo, asume el mismo punto de vista infantil frente a la violencia y la organización clandestina; y todavía más atrás, también lo hace la inolvidable Postales de Leningrado, la película venezolana de Mariana Rondón (1999) que, como Infancia… apela a los dibujos para representar la mente infantil. Sin embargo, el efecto sobre el relato está tan bien logrado que cuesta pensar que no ha sido, en verdad, la primera en hacerlo.



Y es que por primera vez (a excepción tal vez de Los rubios de Albertina Carri), el cine nacional se sale del bronce y del museo para presentar a las víctimas de la última dictadura cívico militar ya no como héroes intocados sino como seres humanos, como los enormes seres humanos que fueron con sus miedos y sus ternuras, con sus terrores y desacuerdos internos tanto políticos como familiares. En este sentido, son imperdibles las discusiones del padre y el tío (“Esto también es parte de la lucha”, dice el tío Beto frente al reto del padre por el festejo del cumpleaños de Juan) y de la madre y la abuela (“¡Sos cagona!”, le dice la madre a la abuela cuando ésta propone llevarse a los nietos con ella, “¡Papá tenía razón!”) Y uno no sabe muy bien quién tiene razón. Tomamos partido por uno y, al segundo, tenemos la certeza de que es el otro quien está en lo cierto... Y creo yo que es éste el mayor logro de la película: no la mirada del chico, no la lucha armada, no la certeza de saber que la ficción guarda un límite impreciso con la realidad… sino la sensación que permanentemente tiene el espectador de estar encerrado ahí, en esa familia, en esa circunstancia, en ese escondite desde cuyos agujeros puede verse apenas recortado el afuera, pero también en esa paradoja de saber que sólo la resistencia puede garantizar el futuro de un presente desgarrador. Tal vez, esta mirada sólo es posible en este presente, tal vez la superación de esa mirada romántica sea la consecuencia de saber a ciencia cierta que quienes han provocado la época más violenta de nuestra historia del siglo XX están siendo juzgados y encarcelados. ¿Será que sólo después de la justicia puede volverse sobre la historia con una mirada más justa?
Los dibujos del increíble Andy Riva junto con las imágenes oníricas que representan la mirada de Juan son las herramientas más eficaces para lograr esa sensación. Ávila elige esos procedimientos en los momentos más dramáticos de la experiencia del niño: la primera bala que provoca la sangre del padre en la prehistoria allá por 1975, la muerte del tío Beto (un Ernesto Alterio impresionante) y la escena final que lo llevará de vuelta a su nombre y, paradójicamente, a su verdadera identidad. El mundo de la historieta como universo infantil, estalla en violencia en la imaginación del chico (¿o del adulto?) que a falta de imágenes “reales” (la lucha armada permanece siempre fuera de campo en el film) cobran vida en la mente infantil combinando dos mundos cuya mezcla penetra en los poros de la piel y en los oídos. La insistencia en los primerísimos planos que fragmentan los rostros y la respiración entrecortada que respiramos junto con Juan en los momentos más difíciles de la historia colaboran también con el efecto final.
Una cosa más: el problema de la identidad: Juan debe ser Ernesto; Ernesto debe reemplazar el acento cubano por el cordobés; Juan debe festejar su cumpleaños cuando cumple años Ernesto y Juan/Ernesto conocerá el amor en los tiempos del cólera, sabrá lo que es el amor en medio del espanto y nosotros sabremos que la vida pasa por esos momentos que dejan huella e historia. Lo demás… lo demás es sólo pasar…
No se la pierdan.
Hasta la próxima.

domingo, 16 de septiembre de 2012

Bienvenida, Beatriz Sarlo, cuando nos hacés pensar...

Leo con entusiasmo en La Nación de hoy un artículo de Beatriz Sarlo que se titula: “La maldición argentina de ser hoy un representante de la clase media”. Y digo “con entusiasmo” porque me resulta un artículo inteligente, como la mayoría de las notas de esta reconocida intelectual. Porque ni bien empieza el artículo, ya tengo ganas de agarrar un lápiz para marcar aquello que me hace ruido o me gusta o en donde encuentro una cierta contradicción… Quiero decir, me entusiasma que me hagan pensar, discutir con quien me hace pensar, no con quien dice “conchuda”, “chorra”, “andate con Néstor”, “sobame el 44 % (sic) de ésta”,etc.
Contra muchos que salieron a denostar el artículo, yo quiero reivindicar de él algunos aspectos que no me parecen menores. En primer lugar, Sarlo reconoce abiertamente el odio de estos sectores cuando dice “se ha usado el lenguaje del odio contra los planes sociales y la asignación universal ("planes descansar" y "asignación para coger", entre otras frases), que no salió de la cabeza de Cristina, sino de una iniciativa presentada, hace años, por Elisa Carrió” (Eso sí, acá desconoce la diferencia entre planificar y ejecutar, un pequeño detalle, pero seguramente diría lo mismo en el primer peronismo, cuando se decía que las medidas de gobierno las había pensado Palacios, como si el hecho de su ejecución y de su puesta en marcha fuera una acción menor...)
La misma idea se repite en los tres párrafos finales y es algo que suscribo sin ninguna duda:
“Una vez más, éste es el drama. Detestar al kirchnerismo no produce política. Y hoy, en cualquier lugar del mundo, afirmar la primacía absoluta de los derechos individuales (yo hago lo que quiero con lo mío) es una versión patética y arcaica de lo que se cree liberalismo. 
Es injusto hacer responsables a los manifestantes de lo que les falta y les sobra a sus consignas. Su movilización indica que hay allí fuerzas dispuestas a jugar en el espacio público. 
La responsabilidad cae del lado de intelectuales y políticos que no articulamos una interpelación progresista, democrática y autónoma. No supimos escribir las cosas mejor que en Facebook.”
Otro acierto del artículo es, sin ninguna duda, el hecho de que no hay que minimizar la fuerza de las redes sociales ni banalizar el cacerolazo porque se convocó desde ese otro espacio comunicacional. De hecho, cuando a través de las redes surgió la famosa convocatoria de los oyentes de 678 allá por el 2009 todos lo vimos como un triunfo de la comunicación lateral frente a la centralidad de los medios. Supongo que acá pasó algo similar aunque con intereses contrarios: los “autoconvocados 678” pugnábamos por más política, mientras que los “autoconvocados” del jueves expresan la antipolítica a través del siempre efectivo “son todos chorros”, “que se vayan todos”, etc. De modo que no estoy de acuerdo en que se desestime o se niegue este modo de convocatoria sea del sector que sea. 
Como si esto fuera poco, reconoce también el dilema al que se enfrentan los caceroleros entre el modo de convocatoria “espontáneo” (las comillas son de ella) y una manifestación claramente política con consignas antipolíticas, pensamiento que escuché también en los programas de la TV pública a los que Sarlo llama "oficialistas".
Dicho esto, y acordando con su análisis de la contradicción entre los intereses de este sector y la falta de representación política con verdaderas propuestas superadoras por parte de la oposición, quiero discutir algunos conceptos que son los que me hacen ruido y no me permiten acordar del todo con mi querida ex profesora de Literatura argentina II de la universidad. 
Lo primero que me hace ruido es cierto uso de ciertas palabritas que ella usa a sabiendas de su fuerte carga semántica negativa por parte de la sociedad. Según ella, el periodismo “oficialista” (las comillas son mías) “hace una discriminación de clase para acusar a los manifestantes, como si las capas medias no tuvieran el derecho de presentar sus reclamos.”. Redondeo el término “discriminación” con mi lapicito y me pregunto si lo hace a propósito o nos toma en serio por tarados. Hasta el más ignorante sabe que la discriminación siempre se ha ejercido contra los más débiles y no contra los que más tienen. (Claro que el concepto de "débil" después de Lanata ha entrado en crisis de manera escandalosa) 
Pero esto no es todo, evidentemente quiero creer que habla por boca de ganso o gansa y que realmente no escuchó ni 678 ni Duro de domar ni TVR, programas en los cuales los panelistas, obviamente desde su estar del lado de enfrente de las consignas caceroleras, defendieron firmemente el derecho de estos sectores a manifestarse como más les guste. En este sentido, los invito a ver los programas por Internet para escuchar la rica discusión que se armó tanto en 678 como en Duro de domar con respecto a este problema. 
En el mismo planteo dice Sarlo: “La clase media no debe convertirse en una clase maldita. Conoce sus intereses tanto como los conocen los sectores populares. De ellos los separa un vacío: la ausencia de una política progresista que los exprese generosamente.” Y entonces cae en la contradicción o en la falacia de decir que toda la clase media estuvo el jueves representada en la plaza. Error. Olvida Beatriz que gran parte de la clase media apoyó y apoya este proyecto, de otro modo no se explicaría el 54 por ciento de los votos que obtuvo en las últimas elecciones y que se ven favorecidas por un amplio apoyo a la cultura, por los recientes créditos a la primera vivienda que están siendo sorteados en todo el país y el aumento del consumo (a pesar de la inflación) que viene favoreciendo la política económica no sólo en este sector sino también en las clases más necesitadas. 
Por último, quiero señalar la falacia de comparar a los indignados españoles que marchan contra un ajuste brutal contra los sectores más necesitados, con esta manifestación que, si bien es cierto que no ha salido a la calle sólo por el dólar, lo hace con consignas bien diferentes de las del otro lado del océano: golpe bajo, que juega con la inocencia de la gente que en su afán de parecerse al primer mundo le importa un pito si la comparan con una vaca flaca y desnutrida mientras esa vaca sea una  vaca rubia y europea. 
La otra falacia es la de equiparar “organización” y “aparato”, estrategia discursiva inteligente con la intención de que el lector asocie negativamente esta igualación semántica con el lema del gobierno: “Unidos, organizados y solidarios”. Dice Sarlo: “¿Por qué se sostiene el kirchnerismo? En primer lugar porque ocupa por completo, casi sin fisuras, el aparato administrativo y económico del Estado.” Lógico, para eso tuvo el 54 % de los votos…. ¿Qué es lo criticable de esta afirmación? ¿Que construya poder con la legítima representación de los votos? Sólo construyendo poder se puede ir contra el poder. Y ella lo sabe. Y continúa: “porque se apoya en una vasta organización territorial, que representa a ese Estado en los últimos rincones de la sociedad, donde viven los que más sufren y los que más necesitan.” Sinceramente, no veo lo malo que hace el gobierno kirchnerista en esta frase. De hecho, la “organización” es consigna en el gobierno y debería ser visto como algo bueno tanto la administrativa como la económica como la territorial. Y concluye: “El aparato kirchnerista no permite desbande ni desmadre…” Equiparar el “aparato”, que es necesario desmantelar sobre todo en el conurbano bonaerense y que con toda razón se ha ido cargando semánticamente de manera negativa a lo largo de todos los gobiernos peronistas, con la “organización”, estrategia sin la cual un Estado no podría gobernar, ni legislar, ni dictar sentencias, ni ejecutar, es como poco una trampa discursiva a las que nos tiene acostumbrados la intelectual. ¿O es casual que use la palabra “aparato” como “sistema” o “estructura” en la primera ocasión y en su sentido peyorativo, dos renglones después? No lo creo. 
Finalmente, quiero expresar que es un verdadero placer leer y discutir a Beatriz Sarlo, aunque ella nunca se entere. Claro que no siempre: no olvido las mediocres y soporíferas notas de Viva, la revista de Clarín, pero tampoco olvido sus clases en la Facultad ni sus seminarios sobre literatura argentina… 
Ni sus libros sobre la memoria, cuando hablaba bien de la necesidad de otro tipo de poder y hacía hincapié en la necesidad de recordar para construir el futuro. 
Hasta la próxima.