"En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts´ui Pen, opta -simultáneamente- por todas..."

viernes, 29 de enero de 2010

Criatura de la noche: el otro, el mismo...

Las películas que me conmueven, conmueven mis emociones, sí; pero, por sobre todas las cosas, conmueven mi inteligencia. Contra esa publicidad estúpida que muestra a una rubia estúpida llorando por una película estúpida, propongo la mirada atenta y la emoción intransferible que sólo podemos sentir frente al hecho estético.
Criatura de la noche (Tomas Alfredson, Suecia, 2008) es el pésimo título con que la conocimos acá, infinitamente inferior a su original en sueco (Låt den rätte komma in) o a su traducción al inglés: Let the Rigth One in, algo así como “Deja al correcto entrar”. Como sea y tratando de no caer en reduccionismos absurdos, Criatura de la noche es una historia de amor, no de las que hacen llorar a la rubia estúpida, sino de las que emocionan porque por sobre todas las cosas son una historia de amor al arte.
A mí me pasa que cuando un buen libro me conmueve, me pide a gritos el lápiz que lo marcará y lo volverá, de algún modo, mío. Toda buena lectura, ¿por qué no? es un poco vampírica para ir entrando en tema. Es como si uno necesitara guardar ese instante y grabar esa conversación que, a veces, es discusión y otras, encuentro… Lo cierto es que con el cine uno no puede andar marcando las películas como se marca un libro. Por eso, la mejor manera que yo encuentro de entrar en ellas es la escritura (acto vampírico por excelencia), una escritura que resuma de algún modo las notas que haríamos en el margen de la página, si las películas tuvieran páginas... Algo así como la inscripción de una mirada, de una mirada atenta pero también cercana a la emoción. Sí, sí, ya sé, hay que evitar la empatía y ser riguroso en el análisis... Me pregunto si lo uno está tan lejos de lo otro: ¿acaso no analizamos cuando recreamos y no recreamos cuando analizamos?
Lo importante para mí es que escribir me permite conversar con los textos y apropiarme de ellos aunque sea en ese breve instante de escritura. Y si además, hay otros que miran y leen, todo es eslabón y cadena y, entonces, la conversación vuelve a empezar…
De eso se trata.
Esta es mi conversación con Criatura de la noche de Tomas Alfredson:




Supe que mi tiempo se acababa apenas lo vi, rubio como la nieve rubia del patio: “¿Puedes hacer algo por mí? ¿Podrías no ver a ese chico esta noche, por favor?", le pedí, le rogué casi… Ella pasó su dedo oscuro por mi rostro seco y yo cerré los ojos mientras la sentía entero por última vez.
También yo le pregunté una vez quién era ella cuando todavía me resistía a dejarla pasar.
“Soy alguien como vos”, dijo en su adolescencia eterna que era el principio de la mía… “¿Qué querés decir?”, le pregunté, “Yo no mato gente”. “Pero te gustaría si pudieras, para vengarte, ¿no es así? Yo lo hago porque tengo que hacerlo”. Y porque vos y yo no somos más que la misma cara de este espejo revertido, podría haber dicho si yo hubiera sido entonces capaz de entender…
Y la dejé entrar sabiendo que yo no entraría en ella jamás… sexo cosido/ cicatriz que dibuja la grieta que no será.
Así fue, así ha sido siempre para mí y así será a partir de ahora para Oskar, rubio nieve, cadena eslabón que comienza a amarla como la hemos amado tantos antes que él… y como la seguirán amando otros, los mismos, los elegidos por Eli para que la dejen entrar.
Porque en Eli nos miramos… ¿no, Oskar? y aunque rubios, fuimos morenos; y aunque niños, fuimos vampiros; y aunque carne, fuimos cuchillo, rojo banquete, rito iniciático, beso de sangre en la boca impura.
Y las zapatillas bailando al pie de la piscina… ¡y son tres minutos debajo del agua! Cerremos los ojos, Oskar, que el fuera de campo nos evite el destrozo del después... Nadie quiere ver lo que no quiere ver…
Cómplices para siempre de una venganza repetida, mataremos por ella, Oskar, por ella nos borraremos con ácido el rostro ajado que no pudo quedarse en los doce… y por ella nos abriremos con los dedos la carne en el beso final…
Yo lo supe, Oskar, y vos lo sabrás… Sabrás que tu tiempo se acaba apenas lo veas, rubio como la nieve rubia del patio…

martes, 19 de enero de 2010

Estar en ESOS días

Los eufemismos son, en general, una defensa del hablante del idioma contra lo que molesta, lo que duele o lo que es, de alguna manera, vergonzante. Así, en lugar de “muerte”, hablamos de “viaje eterno” o "el último viaje"; en lugar de “tener sexo”, decimos “hacer el amor” o, en el mejor de los casos, "hacer la cochinada o la chanchada". Mi abuela, para no decir que alguien se desnudaba, decía que “mostraba sus vergüenzas”. Debo reconocer que esta última no deja de ser de las más creativas a pesar de su fuerza conservadora y de su origen profundamente religioso.
En este sentido, las mujeres hemos crecido sin poder nombrar la menstruación y, lo que es peor, sintiendo permanentemente vergüenza por ser mujeres y tener que “sufrir” ese “castigo” que cargamos a lo largo de la vida como si fuera una cruz. Así, vivimos escondiéndonos "en esos días", buscando permanentemente metáforas y eufemismos para referirnos a algo que debería ser tan natural y tan familiar para todo el mundo como lavarse los dientes cuando nos levantamos a la mañana.
Analicemos algunos de estos eufemismos:
1. “Vino Andrés, el que viene una vez por mes*: Patético ya desde su enunciación con rima: no sólo nuestra menstruación no está en nuestro cuerpo (es una visita) sino que, además, es una visita masculina. Desterritorialización, ajenidad, mala poesía…
2. “Estar indispuesta”: ¿Indispuesta para qué? Todo el mundo sabe que estar con la menstruación no “indispone” a nadie para absolutamente nada. Ya pasaron a la historia las épocas en que una mujer no podía bañarse porque se le “cortaba” la menstruación como si nuestros fluidos fueran mayonesa o crema chantilly. Entonces, no sólo nos creíamos enfermas sino que, además, andábamos incomodísimas y oliendo horrible con el pelo engrasado y atado con una colita ya que no lo podíamos lavar por, al menos, los cinco días que duraba la “indisposición”. Recuerdo por mi parte, a mamá diciéndome que no, que no, que no… que “en esos días” había que bañarse todavía más porque, no la sangre en sí misma, sino el contacto de la sangre con el exterior, olía mal y entonces teníamos que estar más limpias que nunca. Además, con los maravillosos tampones hemos ingresado “indispuestas” a la pileta o al mar y con las increíbles toallas con gel súper absorbentes, hemos vuelto a usar polleras cortas, pantalones ajustados e, incluso, blancos cuando estábamos “indispuestas”
3. “La “sangre” azul de las publicidades de toallas femeninas”: ¿Qué mayor eufemismo que éste, tan visual, tan aséptico, tan ideológico en definitiva? ¿Por qué el azul “vende” más que el rojo? Después de todo, en las películas cuando matan gente, ¿tiñen la sangre de azul? En el único contexto en que la sangre deja de ser roja para volverse azul (a excepción del símbolo por linaje aristocrático) es en las publicidades de toallas femeninas.
4. “Estar en ESOS días”: Lo que molesta es el pronombre, clase de palabra que, como todos sabemos, no tiene significación propia y, por lo tanto, adquiere su sentido a partir del contexto, de la situación comunicativa en la que se produce. Analicemos algunas de las situaciones comunicativas en la que puede darse semejante alocución:
Situación 1: La mujer se pone nerviosa porque su marido anda en calzones dando vueltas por la casa mientras su hija y las amigas de su hija están tomando mate en el jardín: "Querés hacerme el favor de ponerte un pantalón?... Y él: “¿Qué pasa? ¿No soy dueño de andar en pelotas en mi propia casa?" "Es que es una casa en la que viven más personas además de vos, ¡vestite de una vez por todas que das vergüenza!", "¿Qué? ¿Estás en ESOS días vos que andás tan exquisita?"
Situación 2: La vieja vecina de al lado nos tira la yerba del mate o el aceite usado a través de la medianera a nuestro jardín. Ya le hemos pedido de muchas formas que no lo hiciera más, explicándole minuciosamente los problemas que nos ocasiona. Finalmente, cuando todo se ha vuelto infructuoso: “Señora, si no tira sus desperdicios donde corresponde, le voy a hacer una denuncia en la comisaría. Su aceite hirviendo le produjo quemaduras de primer grado a mi perra y no me interesa tener una montaña decorativa de yerba usada en mi jardín. ¿Cómo mierda se lo tengo que explicar?” Ella, sumamente sorprendida: “Querida… ¿Estás en ESOS días? Te puedo ofrecer un alplax si estás molesta por tu trastorno hormonal."
Situación 3: Vamos tranquilamente por la autopista, por la derecha como corresponde, con nuestro viejo Duna que no va a más de 90 km por hora… Un enano añoso con una 4x4 enorme nos toca bocina insistentemente para que nos apuremos porque le resulta imposible pasarnos por la izquierda. Lo miramos por el espejo y le hacemos el gesto que se merece. Cuando finalmente logra pasarnos nos dice el enano: “¿Qué te pasa, mamita, estás en ESOS días que estás tan nerviosita?” (nótese el uso del diminutivo, estrategia típica de los enanos añosos con 4x4 para empequeñecer a los demás de modo de verse un poco más "grandecitos" ellos)
Ahora, volvamos al pronombre: ¿Qué significa “ESOS” en la alocución “estar en ESOS días”? ESOS días son esos en los que las mujeres estamos LOCAS, porque nuestro “trastorno” hormonal nos vuelve “violentas” y es propio del género femenino guiarse por las hormonas y no por las tan masculinas neuronas. Es decir, las mujeres no tenemos derecho a tener una reacción exaltada porque no es adecuada supuestamente para nuestro frágil segundo sexo. Quienes, de chicas, nos la pasábamos en la dirección del colegio en los dichosos años de escuela primaria, recordaremos la famosa frase de la vieja directora: “Qué vergüenza, una nena”…
La manera, entonces, en que mostramos y nombramos (cuando no la escondemos o la silenciamos) la menstruación es representativa del modo en que nos miramos a nosotras mismas y el modo en que permitimos que los demás nos vean. Ese modo, transmitido por las propias mujeres de generación en generación, ha hecho que creciéramos con vergüenza y asco por nuestra propia sangre y por nuestra propia feminidad. Esto no sólo nos ha afectado a las mujeres: los hombres han crecido apartados e ignorantes del tema, confundiendo un proceso biológico natural con algo oscuro, cuando no temido, a lo que ellos, varones, no pueden acceder.
Para terminar, podríamos detenernos a pensar qué fue primero si el huevo o la gallina, qué fue primero si la conciencia o el lenguaje: ¿Se puede pensar sin lenguaje?, ¿es tan inocente el uso que nos imponen de las palabras y su relación con las cosas?, ¿no debemos pensar al lenguaje como uno de los instrumentos más represivos y deformadores de conciencia si no lo transgredimos, si no lo pensamos, si no lo colocamos para su análisis en una metódica mesa de disección?


*En Méjico: Pepe Flores (Gracias a Nati que, memoriosa como siempre, recordó esa escena de Pedro Páramo en que, si no me equivoco, es Eduviges (¿o Dolores?) quien llama a la menstruación de este modo.)

PRÓXIMAMENTE en Las palabras y las cosas: “Negro o negra de mierda” (a pedido de una de mis hijas postizas, Luz Collet)

martes, 12 de enero de 2010

Tan triste como él: un texto a partir de la lectura de "Tan triste como ella" (*) de Juan Carlos Onetti

No importa, no queremos saber de qué estamos hablando. Si de J.C.O o del hombre o de Mendel... Si de la querida Tantriste o de ella... No queremos saber si en la garganta el sabor del hombre o el Smith and Wesson sin temperatura humana entre los dientes.
No es fácil navegar entre dos aguas para ningún narrador.
Lo cierto es que no eras vos cuando sin franqueza ni mentira, él te miraba. Estabas ya más muerta que una desconocida cuyo nombre no nos llegó nunca.
“Tanto terreno y no sirve para nada”, te dijo aquel día. ¿Tanto te odiaba que te quitaba el jardín, la infancia, lo único que te conectaba con el sueño? No podías reemplazarlo con peceras ni poceros. Ni con los músculos impotentes de uno, ni con la sumisión y el hartazgo del otro. Ni siquiera el viejo que te hablaba de flores moribundas, ese viejo que mira y soporta... como vos, como él, como nosotros que estamos navegando la tercera orilla.
Ni las cinacinas que dejaste que penetraran tu piel como no dejaste aquella noche que él te penetrara. Apenas pequeñas muertes, pequeños orgasmos y la imposibilidad del par.
Conocías el rencor, las ganas de dañarte del hombre. Los años, treinta y dos, le habían enseñado la inutilidad de toda esperanza de comprensión: ¡Y ya habían hablado tanto de eso! ¡Tantas veces tuviste que escucharlo! Muchas menos veces que los impulsos suyos, sin embargo, de volver al tema. Después de todo es un varón, lleva su nombre y él lo mantiene. No olvides que tendrá que educarlo y es hijo de Mendel: ¿Tenías que humillarlo de tal modo? “Putita astuta”, te dijo. “Mierda”, dijiste.
El cemento se extendía sobre la tierra y tus recuerdos, cuando te dijo que vigilaras el trabajo de los poceros. Y entre el cemento y las cinacinas soñabas sexo y muerte, muerte y sexo.
¿Cuándo fue que decidiste volver al sueño? Descalza e hinchada, caminando hacia la luna, mujer llena... como vos. ¿Tenía el caño del viejo revólver el sabor de aquel hombre?
En todo caso es tu culpa: tardaste más en morir que las palabras.
En todo caso, es su culpa: él nunca miró de frente tu cara. Nunca te mostró la suya.

(*) ONETTI, Juan Carlos (1994): "Tan triste como ella", en Cuentos completos, Buenos Aires, Alfaguara.

martes, 5 de enero de 2010

Cuidate,che...

"Cuidate, che", le dijo un amigo a Manuela mientras se despedían en la puerta de casa pocas horas antes de terminar el año que ya se fue. "Que me cuide de qué", preguntó Manuela con la ingenuidad disimulada de sus diecinueve años (porque si hay alguien que puede simular sorpresas en esta familia, ésa es Manuela) "¿Cómo que me cuide de qué?", se asombró genuinamente el pibe, "Claro... ¿eso es un saludo o una nota de TN sobre la inseguridad? ¿O es una propaganda contra el SIDA?", "¿Por qué no te vas a cagar?", se rió el amigo que aprovechó para darle otro beso y le acarició la cabeza porque se había quedado sin saludo...

Sin darse cuenta, Manuela subvirtió el sentido habitual de las palabras y las volvió nuevas. Y es que a veces el modo en que usamos el lenguaje está en estos tiempos (y en todos los tiempos) tan naturalizado que pocas veces nos detenemos a pensarlo como lo que realmente es cuando no lo pensamos: un instrumento de poder, de dominio, de domesticación. Y de pronto, nos sorprendemos repitiendo ciertos giros, ciertas maneras de "nombrar" la realidad, ciertas frases hechas que mamamos desde que nacimos que, si bien se han vuelto naturales por la fuerza de su repetición, en cuanto escarbamos un poco en su posible origen y su carga de significación literal o simbólica, sentimos que tal vez su uso y reproducción masiva no es ni tan casual ni tan ingenua como creíamos.
Por eso, los invito a frenar la máquina del lenguaje por unos segundos para que pensemos por qué usamos una fórmula de saludo que, en su origen, está ligada a una forma de advertencia en el mejor de los casos, incluso, de clara amenaza.
El "ciudate" es una forma de saludo relativamente nueva (quiero decir: cuando yo era chica o adolescente, incluso cuando era recién casada o cuando los chicos eran chiquitos, nadie saludaba a nadie con un "cuidate") Yo calculo que el giro comenzó a usarse de manera más masiva alrededor de los 90. No es casual que la generación que hoy circula por la década de los treinta sea en su mayoría quien ha incorporado a su vocabulario esta rara forma de saludar al vecino.
Supongo (que alguien me corrija si no) que tiene su origen en la traducción literal del "take care". Intuyo que más que de los ingleses, hemos heredado la expresión de los hermanos norteamericanos y, como todos sabemos, los norteamericanos viven desde sus orígenes, asustados. Son el mejor ejemplo de paranoia social que se conoce en el mundo entero. Obviamente, esto no es casualidad: durante siglos, el poder político de turno, aliado al poder económico, les ha hecho creer a los ciudadanos estadounidenses que vivían en permanente estado de guerra: con los indios, que querían conservar sus tierras; con los negros, que insistían en ser personas y querían recuperar su libertad, con los extraterrestres, con los rusos, con los iraquíes... incluso ahora también con el compañero de trabajo, con el vecino de al lado, con la maestra del nene: todos, absolutamente todos, pueden ser terroristas.... Por lo tanto, es lógico que los norteamericanos hayan incorporado el "take care" casi de manera natural a su lenguaje cotidiano.
Pero... ¿y nosotros?, ¿por qué hemos adoptado tan alegremente un saludo que, antes que un saludo, es un llamado a la paranoia? ¿Qué puede habernos "gustado" de esta alocución de despedida importada que, en lugar de desearnos algo agradable nos previene de un inexplicable "peligro"? ¿No es preferible que te digan: "que la pases lindo el resto del día", "que encuentres al amor de tu vida a la vuelta de la esquina", "que te ganes la lotería esta noche antes de ir a dormir" o los más simples: "que estés bien", "que sigas bien", "buena suerte"? Hasta los más clásicos y asépticos: "buenas noches", "hasta mañana", "mañana será otro día"... son preferibles al alarmante "cuidate" o el mucho peor: "cuidate mucho". Es que uno no puede andar por la vida cuidándose y mucho menos cuidándose mucho, sobre todo cuando el país en el que uno habita, por ahora, no está en guerra ni es Colombia como algunos pretenden hacernos creer...
¿Será que los hábitos que incorporamos a través del lenguaje no son sólo palabras? ¿Será que es verdad que el lenguaje es el instrumento ideal para generar una falsa conciencia del mundo y de la "realidad"? ¿ideal porque lo incorporamos sin filtros, como a través de una criba como bien notaba el personaje de Montag en Fahrenheit 451?
¿O será que no es así?

PRÓXIMAMENTE en Las palabras y las cosas: "Estar en esos días"

lunes, 4 de enero de 2010

Rosetta: cuando lo visual se vuelve cuerpo


“—Te llamas Rosetta.
—Me llamo Rosetta.
—Has encontrado un trabajo.
—He encontrado un trabajo.
—Te has hecho un amigo.
—Me he hecho un amigo.
—Llevas una vida normal.
—Llevo una vida normal.
—No te caerás al hoyo.
—No me caeré al hoyo.
—Buenas noches.
—Buenas noches.”

Es Rosetta quien murmura estas palabras mientras se mira en una pared que no la refleja. Es uno de los escasos momentos en que deja de correr y, a punto de dormir, se queda quietita, mirándose opacamente contra el muro prestado de su amigo Riquet. Es también el momento en que aflojamos los hombros y suspiramos profundo para tomar aire. Es sólo un instante, segundos después, volveremos al vértigo de la cámara en mano, que nos hará seguir corriendo detrás de Rosetta sin saber muy bien adónde va tan apurada y adónde nos lleva la cámara detrás de una muchacha que gran parte de la película, nos da la espalda.
Rosetta, una co-producción belgo- francesa de los hermanos Dardenne (El niño, El hijo, El silencio de Lorna), se estrena en Buenos Aires diez años después de ganar la Palma de oro en Cannes en 1999.
Rosetta vive en una casa rodante alquilada con su madre, quien permanentemente se prostituye por un poco de alcohol. Ya en la primera escena del film nos atolondramos detrás de un bulto que corre a través de los pasillos de una fábrica cuyo encargado le notifica que, terminado el período de prueba de su trabajo, ha sido despedida sin justificación alguna por su patrón. Siempre desde atrás, como si la cámara quisiera entrar en una historia que le está absolutamente vedada, asistimos a la desesperación de Rosetta, a su violencia, a su necesidad de trabajar que es casi más fuerte que la necesidad de respirar. Poco más que eso sabremos de Rosetta: que en su búsqueda desesperada por un trabajo, observa el modo en que Riquet realiza su rutina diaria como quien quiere tragarse el hacer, el único hacer que le permitirá ser digna, que le dará la posibilidad de ya no ser más un animal.
Sabremos también que sufre de fuertes dolores de vientre pero nunca descubriremos la causa. Podemos suponer que es el agua que llena en su botellita de plástico cada vez que va a la ciudad, que son las truchas que pesca clandestinamente en un arroyo quizás contaminado..., pero todas las explicaciones no serán más que conjeturas para cubrir los huecos que la historia tan bien escatima, porque hasta tenemos la sensación de que la mirada detrás de la cámara sabe, incluso, menos que nosotros.
Asistiremos también al rito de cambiar los zapatos por las botas de trabajo que Rosetta esconde en un caño en medio del bosque que separa al camping de la ciudad de bocinas y motores desaforados en donde la joven espera conseguir un trabajo… Y por sobre todas las cosas, sabremos que Rosetta es una mujer desesperada y que sólo la desesperación puede llevar a un ser humano a cometer el acto aberrante y arltiano que cometerá en pos de una “vida normal”.
Mientras tanto, lo visual se vuelve físico: se nos contractura la espalda cuando tratamos de ayudarla a levantar las pesadas bolsas de harina para preparar la masa de waffles, nos falta el aliento cuando tratamos de levantar a la madre, cuyo cuerpo inerte por el exceso de alcohol nos pesa en el cuerpo como una culpa ancestral o cuando intentamos transportar la pesada garrafa durante esos 40 o 50 interminables metros que separan el almacén de su casa.
La ausencia de música se siente también en el cuerpo: la moto de Riquet fuera de campo penetra en la piel antes que en los oídos y los ruidos del barro, del cemento, del tránsito indiferente y ajeno… y hasta el peso de la cámara al hombro… todo se vuelve llaga, carne viva, todo se siente en el cuerpo como se sienten los órganos cuando empezamos, por el dolor, a saber que allí estaban.
Cuando sobre el final, Rosetta se detiene para mirar a la cara al objeto de su traición, Rosetta finalmente llora, desconsoladamente llora... y en el momento en que un fragmento de los brazos de Riquet se acercan a la protagonista, la cámara la abandona y Rosetta, la película, termina en la mitad de un plano o, mejor dicho, en medio de un plano cortado a golpe de tijera, termina sin dejarnos saber si los brazos de Riquet son brazos de abrazar y, sin embargo, ese corte nos deja inventar el abrazo que no vemos… Después de todo, durante la hora y media que estuvimos corriendo detrás de Rosetta nos ha faltado el aire y nos ha dolido el vientre y el corazón y sobre todo nos hemos preguntado por qué Rosetta no llora: grita, escupe, patea… y corre… por sobre todas las cosas corre, pero no llora, corre y nos agota, nos extenúa de tal forma que le pedimos que pare, que pare, que pare por favor de una vez. Tal vez por eso, cuando se detiene es para sentarse en el pasto y llorar y tal vez por eso, cuando Rosetta llora, la cámara la abandona porque, tal vez, la mirada detrás de la lente no ha buscado más que eso: que se detenga de una vez, que nos mire a los ojos y llore para que podamos aflojarnos y para pedir que unos brazos, cualesquiera de los brazos amigos, nos siente en el suelo y nos haga aflojar el cuerpo, nos masajee suavemente la espalda y nos deje también llorar a nosotros nuestras propias traiciones.

No vayan a ver Rosetta si les gusta el cine pasatista de Hollywood, no vayan a ver Rosetta si son de los que van al cine como se va a un parque de diversiones. Pero si creen que el cine es una de las experiencias estéticas más maravillosas de los últimos siglos, no dejen de ver Rosetta, una de las películas más bellas y desestabilizantes del cine universal.
Ver trailer aquí