Playa, sol,
arena, mar cálido y transparente, clases de samba, mucho vóley, mucha paleta,
caipirinhas y cervezas heladas a horas y a deshoras, caminatas: por la playa,
por el morro para bañarse un poco de verde, una buena sombrilla y una reposera…
¿Qué más se puede exigir de unas vacaciones después de un año de trabajo? Siempre
puede haber algo más y ese algo más no puede ser otra cosa que un buen libro.
Así como el
año pasado no salí por varios días de debajo de la sombrilla por leer la
extraordinaria novela de Orham Pamuk, Me
llamo Rojo, sobre la que ya escribiré algo algún día, este año me ha pasado
algo similar con la impecable El último
encuentro del húngaro Sándor Márai (1900- 1989).
El último encuentro es mucho más que la evocación
nostálgica por parte de un general del ejército austrohúngaro de un pasado
imperial en que los grandes pilares morales del antiguo régimen se han puesto
en crisis en la decadencia del imperio. Es mucho más que una historia de
traiciones y venganzas y es más también que el “encuentro” tan esperado como inevitable
de dos viejos amigos que, ya ancianos, vuelven a reunirse en un viejo castillo
de caza, cuarenta y un años después de la última gran cacería real que hubo por
aquellos bosques, cuando algo pasó. Algo que provocó la huida de Konrad, el
artista, y la necesidad del general por conocer la “verdad”… Ese “algo”
instaura el secreto y la imperiosa
necesidad de contar. Habrá, entonces, alguien que dice y otro que escucha en su
enorme callar…
Y digo que es
mucho más que todo eso porque, en verdad, ese “algo” es lo que menos importa,
porque la “verdad” suele estar siempre más cerca de la pregunta que de la
respuesta. En este sentido, El último
encuentro es la historia de quien se pregunta permanentemente acerca de la
“verdad” y de lo que ello significa. Es la búsqueda de la identidad, de
entender quiénes somos a partir de la relación con el otro.
Y El último encuentro es también la
historia de la última cacería en que cazador y presa se confunden. ¿Quién es el
cazador y quién la presa en esta última cacería consumada con precisión y
delirio a lo largo de cuarenta y un largos años? ¿El general, cazador innato,
que ha esperado más de cuatro décadas la llegada de su amigo “sin moverse, con una mirada sin expresión,
cerrando un ojo, como los cazadores cuando tienen la presa en el punto de mira”
o el artista que también ha sentido en sus manos “un temblor ancestral, tan antiguo como el hombre mismo, la disposición
para matar, la atracción cargada de prohibiciones, […] ser más fuerte que el
otro, más hábil, ser un maestro, no fallar. Es lo que siente el leopardo cuando
se prepara para saltar, la serpiente cuando se yergue entre las rocas, el
cóndor cuando desciende de las alturas, y el hombre cuando contempla su presa.”?
Última
cacería que es rito y ceremonia, que es la reconstrucción fiel de la última
cena compartida, cuando todavía vivía Krisztina, la esposa del general y el
vértice del triángulo. Su espacio vacío en la mesa gritará a lo largo del
diálogo lo no dicho. Por eso, El último
encuentro representa también la eterna batalla del lenguaje contra el
silencio, esa otra gran cacería en que se confunden el cazador y su presa: ¿Es
el general cuya arma mortal es la palabra quien tiene en la mira a su presa o
es el artista cuyo silencio apunta con la fuerza de una bala mortal? Lo dicho y lo no dicho… Tal vez en ese intersticio,
en ese hueco habite ese simulacro de lo real que llamamos “verdad”. Pero tal
vez no…
Y una cosa
más todavía: Una prosa impecable que vela y revela el secreto, una prosa a la
luz de las velas azules que Nini, la vieja nana del general, pondrá en la mesa
para la ceremonia final, una prosa aguerrida que lucha contra el silencio y la
oscuridad, una reflexión sobre el sentido de la amistad, sobre el arte y la
música, sobre las máscaras, sobre la condición humana y sobre la ancianidad y,
obviamente, sobre el lenguaje, el silencio, la soledad y la muerte.
No se la
pierdan.
Hasta la
próxima.