Anda dando vueltas desde hace ya mucho tiempo una muy mala costumbre que profesamos algunos con mayor o menor devoción que consiste en ejercer la docencia. Qué mejor momento para charlar acerca de esta mala costumbre que esta semana del 11 de setiembre en que se conmemora en todo Latinoamérica el día del maestro. Mucho se hablará en los colegios acerca del “padre del aula” y de sus pensamientos y acciones de gobierno en pos de la educación, se repetirá en las aulas una y otra vez el viejo verso de que no faltaba nunca a la escuela y se dibujará en algún cuaderno la vieja parra y el viejo telar de la vieja Paula Albarracín cuyo único “gran acto” en su vida fue parir a nuestro contradictorio y siempre viejo, canoso y mal sentado Sarmiento inmortal.
Ciertamente, hay que reconocer que, mal o bien, sólo en los colegios se homenajeará rápidamente y como para irse lo más temprano posible a casa, a quienes tenemos a cargo esa enorme pavada que es nada más ni nada menos que la formación de nuestros jóvenes. En algunos medios, por ejemplo, se elegirá conmemorar los nueve años del atentado a las Torres gemelas que nos gana en espectacularidad y en otros (más queridos por mí, por cierto) elegirán recordar el suicidio/ asesinato de Salvador Allende durante el golpe de Estado chileno de 1973. Los más chotos preferirán decir cosas como “¿Qué están haciendo los docentes con tanto chavista subversivo tomando colegios?” o nos homenajearán dando cifras mentirosas de lo poco que saben nuestros jóvenes universitarios o recordando lo vagos que somos a través de la enumeración de paros que hicimos aun cuando tenemos quince días de vacaciones en invierno y “tres meses” en verano.
Lo cierto es que el 11 de setiembre se celebra, como todos los años, el día del maestro y hoy, entre tanto para recordar, elijo rendir un homenaje a mis colegas docentes que tan vapuleados están (estamos) últimamente en nuestro entorno social. Pero no esperen hoy y acá un texto de reivindicación de derechos ni de defensa ante tanto idiota que critica sin haber dado a luz un puto conocimiento o una puta idea en su puta vida. No. No es esa mi intención. En primer lugar, porque ya no tengo ganas y en segundo lugar porque —mis colegas coincidirán conmigo— no vale la pena en absoluto.
Hoy, en este espacio, elijo homenajearlos (y homenajearme) recordando a aquellos personajes de ficción que, con mayor o menor idealismo o crueldad, nos han representado tanto en el cine como en la televisión.
¿Quién puede olvidar, por ejemplo, al siempre alado y asexuado personaje de Jacinta Pichimahuida, creado allá por finales de los sesenta por Abel Santa Cruz, interpretado por primera vez por Evangelina Salazar y casi diez años después por la suicidada Cristina Lemercier? Quién puede olvidar a este personaje que resolvía no sólo los problemas que surgían diariamente dentro de la clase y de la escuela sino también los del portero, el bueno de Efraín con sus “blancas palomitas”, los de los padres de Cirilo o de Siracussa y hasta lograba que la docta Etelvina (más mala que la mierda e interpretada por primera vez por Mariquita Valenzuela cuando todavía se llamaba María del
Carmen) le diera un beso al gordo bruto de Palmiro Caballasca (“¡Me hirve la
cabeza!”) eternamente enamorado de la blonda serpiente con trenzas.
Eran épocas, claro, en que la maestra era “la maestra” y no “esa tarada que te manda tarea para el fin de semana”.
Cómo olvidar, por otro lado, al grotesco personaje que Gasalla representara allá por los años noventa: la impresentable y esperpéntica señorita Noelia, con los ojos y los labios mal maquillados, hiperbólica en su bijouterie y que se constituyó en la contrapartida del sencillo y angelical personaje de Abel Santa Cruz: “Yo soy la señorita Noelia”, decía ampulosamente, “docente y mártir”. Noelia se convirtió muy fuertemente y en muy poco tiempo en la parodia más popular de la maestra porque
exacerbaba los gestos y los modos de hablar, porque le hacía decir las cosas que, en mayor o menor medida, escuchábamos de nuestros colegas y de nuestras viejas maestras. Si Jacinta Pichimahuida representó el ideal, Noelia nos mostró lo peor de la docencia y de nosotros mismos.
Y así, entre el ángel y el demonio, entre el ideal y la parodia cruel, hemos sido representados una y otra vez en la pantalla chica: ¿Cómo no nombrar al paciente y enamorado profesor Jirafales de
El Chavo del 8 o al triste y edípico profesor Skinner de
Los Simpson? ¿Cómo no mencionar además, al monumental Diego Capusotto en su
caracterización del profesor Juan Strasnoy, subsecretario del Ministerio de Educación, muy preocupado por enseñar a los jóvenes el buen uso del idioma. Los recursos pedagógicos que despliega en el proceso de enseñanza y de aprendizaje son los que muchos docentes reprimimos diariamente a la hora de enseñar.
Pero no sólo la televisión nos ha representado en personajes memorables. También el cine nacional nos ha dado desde el sensiblero y demagógico profesor “hippie” de Sandrini (se escribe “hippie”, se pronuncia gi-pi o ji-pi) hasta la oscura y conservadora profesora de Historia, esposa del apropiador que representara Héctor Alterio en La historia oficial.
Todos ellos han mostrado imágenes más o menos idealizadas o estereotipadas del docente y han colaborado en la construcción de un determinado imaginario social.
Más allá de nuestras pantallas, la filmografía universal ha abundado también en docentes modélicos que, con mayor o menor sentimentalismo, han sido representados casi como héroes medievales al rescate de los “rebeldes sin causa”: Desde el rudo y a la vez tierno Glenn Ford de Semilla de maldad al jovencísimo, casi mago, maestro Sydney Poitier de Al maestro con cariño, el cine ha intentado demostrar con relativo éxito que con creatividad, cariño y mucho de caballero andante, todo puede lograrse en la dimensión desconocida del ámbito escolar.
Cómo no recordar en la saga de los grandes maestros cinematográficos al increíble Peter O´Toole de Good bye, Mr. Chips o el más moderno pero no menos extraordinario Kevin Kline de Lección de honor. Tampoco quiero dejar de nombrar (a tantos… pero no me alcanzaría la semana, el mes, el año…) al profesor Uchida de Mandadayo de Akira Kurosawa ni al inolvidable maestro republicano de La lengua de las mariposas que tan extraordinariamente interpretara Fernando Fernán Gómez en esa gran película sobre la Guerra Civil, que sobre todo es un canto a la lealtad.
Para finalizar, quiero regalarles un par de fragmentos de dos películas con cuyos protagonistas me he sentido identificada más de una vez en mi vida profesional y que muestran dos imágenes de maestros absolutamente distintas, insertas en realidades también diferentes y que reclaman, a su vez, diferentes estrategias.
La primera, La sociedad de los poetas muertos del australiano Peter Weir, representa un “nuevo” modelo de docente en la historia del cine cuyo objetivo ya no es “domar al rebelde” sino, por el contrario, “rebelar al domado”. Veamos esta escena que es uno de los primeros encuentros que el profesor tiene con sus alumnos dentro del aula:
El profesor Keating, representado por Robin Williams, es un atípico profesor de Literatura si consideramos que se desempeña en un tradicional y conservador colegio inglés; cuenta con un alumnado obediente y desinteresado que sigue en su mayoría al pie de la letra las instrucciones de todos y cada uno de sus maestros y que forma parte de un aula que siempre mira al frente y de una clase que jamás se desarrolla fuera del salón. El primer objetivo será pues, desestabilizar, desestructurar: cambiar la mirada y el ritmo, salir al mundo y mostrarlo en su verdadera magnitud, enseñar que los libros no siempre dicen la “verdad” y que la salvación sólo puede venirnos a través del arte y del desarrollo de nuestra propia identidad.
Obviamente, el maestro no durará mucho tiempo en esa institución ya que los representantes del “buenpensar” lo “sacrificarán” para salvar las papas de un sistema retrógrado e ineficiente que se ha mostrado incapaz de mantener cautivas las pobres mentes de esos jóvenes, según se les había encomendado desde el grupo de familias "aristocráticas" cuyo dinero había sido destinado a la continuidad de su clase y no a convertir a sus hijos en seres pensantes y dueños de su propia identidad. Pero claro, el profesor se irá sabiendo que alguna semilla ha sembrado en la mente de aquellos jóvenes porque ellos mismos se lo harán saber con el cuerpo y con el alma. Ellos serán los únicos que, a través de ese acto de rebeldía final (que consiste en una parada arriba del banco en lugar de una sentada como se estila por estas épocas), estarán con él y con su modelo de educación, a pesar de que poco puedan hacer a esa edad para elegir cómo y por quién quieren ser educados. La pregunta que queda en el aire después de esa imagen ideal de educación y de relación entre maestro y alumnos es cuánto tardarán esos chicos en convertirse en sus propios padres una vez que pase la “rebeldía” de la juventud.
En esta misma línea se inscriben también el egocéntrico y transgresor maestro de música que interpreta Jack Black en Escuela de Rock y la feminista Julia Roberts, la maestra de arte que intenta cambiar la mentalidad de las chicas educadas para ser amas de casa, en La sonrisa de Mona Lisa.
La otra película, Entre los muros, del francés Laurent Cantet, por su parte, está muy lejos de dar soluciones fáciles o idealistas a la cuestión educativa, tal vez porque se construye en el límite entre el documental y la ficción: el actor que hace de profesor —quien además es el autor de la novela sobre la que está basada el guión— ES el profesor y los alumnos que hacen de alumnos SON sus verdaderos alumnos. Si bien predomina la historia sobre el documento, la cámara es rigurosa y parece no intervenir demasiado en los conflictos que se desarrollan a lo largo de la trama. Para Cantet, el mundo no se divide en docentes buenos y docentes malos, por el contrario, se aleja de la sensiblería cursi de películas anteriores y muestra al sistema educativo en toda su crudeza, tal como es: más que soluciones al conflicto educativo, se trata de problematizarlo, de formularnos la pregunta antes que la respuesta. Acá no encontraremos ni al maestro que rescata de la marginalidad a los rebeldes adolescentes ni al profesor desestructurador de estructuras. Por eso es que no nos vamos tranquilos del cine, porque nadie nos ha dado la receta que nos indique qué tenemos que hacer: (1)
Acá no hay héroes. El profesor Marin es un ser humano común y corriente enfrentado a problemáticas nuevas y contundentes sobre las que muchas veces no sabe cómo reaccionar. Acá el profesor se equivoca y se equivoca mal, no porque sea un villano o un incapaz, sino porque es un ser humano que hace, que todo el tiempo tiene que tomar decisiones y que sabe que de sus decisiones dependerá el desarrollo de la clase y de las que vendrán a continuación; sabe que cada entrada al aula es una puesta en escena que deberá improvisar como si fuera la última, sabe todo lo que se exige de él y sabe también lo difícil que será cumplir con las expectativas sociales pero, fundamentalmente, con las de sus estudiantes que piden a gritos que alguien les muestre los límites y les enseñe no qué deben pensar, sino a pensar; que les enseñe no qué deben crear, sino a crear; que les enseñe más que a resolver problemas a problematizar: que les enseñe a trabajar para construir la propia identidad en relación con su entorno, que los guíe sin empujar, mostrando más que demostrando y preguntando antes que respondiendo.
Finalmente, este 11 de setiembre, quiero mandar junto con todos estos personajes, un cariñoso saludo y mi más sincera admiración a todos los colegas docentes para decirles que no están solos, que Jacinta Pichimahuida, la señorita Noelia, el profesor Jirafales, el maestro Skinner, Mr Chips, el señor Keating, el profesor Marin y tantas otras creaciones del ingenio universal están hoy acá para mostrarnos que existimos y que somos importantes. Vaya, entonces, este homenaje para todos ustedes.
Permítanme, por último, agradecer a mis propios maestros, a los vivos y a los que ya no están: los de la academia y los de la vida:
A Juan Francisco Esponda y Esther Esmoris que no sólo me cambiaron los pañales sino que fueron mis primeros y mejores maestros.
A Luis Iglesias, a la Sra. de Andié, a la Sra. Beba (María de la Asunción Barceló Flores), a Juan Carlos Bilelló, a Enrique Pezzoni, a David Viñas y a tantos otros maestros que dejaron su huella tanto dentro como fuera del aula.
A El Maestro, Jorge Luis Borges, que me enseñó entre tantas otras cosas, que los caminos se bifurcan infinitamente y que cuando elijo un camino me pierdo infinitos otros menos uno: el que elegí.
A todos: Muy feliz día.
Hasta la próxima.
(1) Lamentablemente no pude subir el fragmento que había preparado para esta oportunidad, por lo que fue reemplazado por el trailer de la película que muestra muy bien la problemática a la que se enfrenta el profesor Marin.