Te doy una canción como un disparo
como un libro, una palabra, una guerrilla
como doy el amor....
Silvio Rodríguez
Hay películas que, como los grandes libros, casi inmediatamente a poco de empezar, provocan la inteligencia y apelan al goce estético más distanciado, más mental, aunque no necesariamente menos pasional. Otras, en cambio, desde el principio, causan estupor, ese estupor visceral que nos pega en la piel antes que en la mente; que nos hiere en el cuerpo, antes que en la inteligencia, la estética y todo lo demás. En esos momentos mágicos, el pensamiento y la razón dan un paso atrás para dar lugar a la experiencia. Esto es precisamente lo que pasa y seguirá pasando hasta el final con Infancia clandestina, la primera película de ficción de Benjamín Ávila, basada en parte en la vida de su autor. Y es que Infancia clandestina es una historia sobre la ternura y el terror, sobre la violencia y el nacimiento del amor, sobre el modo en que un maní con chocolate bien saboreado puede ser metáfora de seducción y, al mismo tiempo, literalmente, puede ser escondite para las balas de la resistencia, del miedo y del terror frente a las circunstancias más violentas de nuestra historia.
La película relata la contraofensiva montonera de 1979 desde la perspectiva de un niño de 11 años, Juan (Teo Gutiérrez Moreno), tras la vuelta al país de sus padres montoneros (Natalia Oreiro y César Troncoso) después de cuatro años de exilio en Cuba. La estrategia de la mirada de un niño no es novedosa en este tipo de historias. La culpa es de Fidel, la película francesa de Julie Gavras (2006), por ejemplo, asume el mismo punto de vista infantil frente a la violencia y la organización clandestina; y todavía más atrás, también lo hace la inolvidable Postales de Leningrado, la película venezolana de Mariana Rondón (1999) que, como Infancia… apela a los dibujos para representar la mente infantil. Sin embargo, el efecto sobre el relato está tan bien logrado que cuesta pensar que no ha sido, en verdad, la primera en hacerlo.
Y es que por primera vez (a excepción tal vez de Los rubios de Albertina Carri), el cine nacional se sale del bronce y del museo para presentar a las víctimas de la última dictadura cívico militar ya no como héroes intocados sino como seres humanos, como los enormes seres humanos que fueron con sus miedos y sus ternuras, con sus terrores y desacuerdos internos tanto políticos como familiares. En este sentido, son imperdibles las discusiones del padre y el tío (“Esto también es parte de la lucha”, dice el tío Beto frente al reto del padre por el festejo del cumpleaños de Juan) y de la madre y la abuela (“¡Sos cagona!”, le dice la madre a la abuela cuando ésta propone llevarse a los nietos con ella, “¡Papá tenía razón!”) Y uno no sabe muy bien quién tiene razón. Tomamos partido por uno y, al segundo, tenemos la certeza de que es el otro quien está en lo cierto... Y creo yo que es éste el mayor logro de la película: no la mirada del chico, no la lucha armada, no la certeza de saber que la ficción guarda un límite impreciso con la realidad… sino la sensación que permanentemente tiene el espectador de estar encerrado ahí, en esa familia, en esa circunstancia, en ese escondite desde cuyos agujeros puede verse apenas recortado el afuera, pero también en esa paradoja de saber que sólo la resistencia puede garantizar el futuro de un presente desgarrador. Tal vez, esta mirada sólo es posible en este presente, tal vez la superación de esa mirada romántica sea la consecuencia de saber a ciencia cierta que quienes han provocado la época más violenta de nuestra historia del siglo XX están siendo juzgados y encarcelados. ¿Será que sólo después de la justicia puede volverse sobre la historia con una mirada más justa?
Los dibujos del increíble Andy Riva junto con las imágenes oníricas que representan la mirada de Juan son las herramientas más eficaces para lograr esa sensación. Ávila elige esos procedimientos en los momentos más dramáticos de la experiencia del niño: la primera bala que provoca la sangre del padre en la prehistoria allá por 1975, la muerte del tío Beto (un Ernesto Alterio impresionante) y la escena final que lo llevará de vuelta a su nombre y, paradójicamente, a su verdadera identidad. El mundo de la historieta como universo infantil, estalla en violencia en la imaginación del chico (¿o del adulto?) que a falta de imágenes “reales” (la lucha armada permanece siempre fuera de campo en el film) cobran vida en la mente infantil combinando dos mundos cuya mezcla penetra en los poros de la piel y en los oídos. La insistencia en los primerísimos planos que fragmentan los rostros y la respiración entrecortada que respiramos junto con Juan en los momentos más difíciles de la historia colaboran también con el efecto final.
Una cosa más: el problema de la identidad: Juan debe ser Ernesto; Ernesto debe reemplazar el acento cubano por el cordobés; Juan debe festejar su cumpleaños cuando cumple años Ernesto y Juan/Ernesto conocerá el amor en los tiempos del cólera, sabrá lo que es el amor en medio del espanto y nosotros sabremos que la vida pasa por esos momentos que dejan huella e historia. Lo demás… lo demás es sólo pasar…
No se la pierdan.
Hasta la próxima.