"En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts´ui Pen, opta -simultáneamente- por todas..."

lunes, 9 de agosto de 2010

No hay pelotudo que no tenga un blog

En un artículo llamado “El placer de escribir”, Umberto Eco se preguntaba acerca del porqué no nos escandalizamos por el hecho de que haya mucha gente que toca la guitarra, que canta, representa, pinta o hace cerámica pero sí nos escandalizamos cuando vemos que hay mucha gente que escribe. Esto es lo que parece escandalizar al filósofo José Pablo Feinmann cuando dice que en Argentina “no hay pelotudo que no tenga un blog” y lo dice tan enojado que uno termina preguntándose qué es lo que, en verdad, le molesta: “A la mayoría de los que escriben blogs, un buen jefe de redacción les daría una patada en el culo y los echaría por la pésima prosa que tienen. No es cuestión de “voy a ponerme un blog…” Hay que saber escribir también; si no, no le hagas perder tiempo al que te lee, no lo agredas con tu mala prosa.” Y termina diciendo el prestigioso filósofo que “ese democratismo” le parece realmente “agraviante con el lector”.

Cuesta creer que un intelectual del prestigio de Feinmann se enoje tanto con gente que escribe por el simple placer de escribir, sin cobrar un peso y que no le pone un revólver en la cabeza a nadie para que lea lo que, bien o mal, ha escrito. En este sentido, no se entiende de qué manera constituiría un agravio al lector: Todo el mundo sabe que ningún acto de escritura garantiza y, mucho menos, obliga el acto de lectura; todo el mundo sabe que la lectura es un acto introspectivo e individual y que, aún en el ámbito escolar, es un acto absolutamente voluntario que no puede obligarse ni mucho menos, violentarse. Nadie, por lo tanto, va a “perder el tiempo” leyendo algo que no quiere leer.
Lo que, en verdad, parece molestarle a Feinmann es lo que él mismo llama despectivamente “ese democratismo” que no es otra cosa que la democratización de la escritura y de la lectura que posibilitó la existencia de la red y de estos nuevos formatos (con sus aciertos y sus desaciertos) que permiten eludir a los supuestos “dueños” de la palabra escrita que han sido siempre quienes decidieron qué debía leerse y qué no. Esta proliferación de bloggers, de escritores amateur que, de pronto, invaden el espacio cibernético y que, por si esto fuera poco, son leídos y comentados por sus pares y por sus lectores sin permiso de nadie, no puede menos que molestar a autores consagrados como Feinmann, que conciben la escritura como el exclusivo derecho de unos pocos que “saben escribir”. Al respecto dice Umberto Eco (que tiene casi tanto prestigio como Feinmann): “Imaginar poemas, historias, páginas de diario o cartas debería ser también algo que todos hacen, así como andar en bicicleta, sin ambición de intervenir en la Vuelta a Italia. ¿Por qué, entonces, quien escribe debe ser un Moravia o un fracasado? (…) Es que después de la invención de la escritura, los escritores han rodeado su actividad de una atmósfera hermética y sacra.” Es decir, una actividad exclusiva, selectiva, que sólo puede llevar a cabo una cierta “elite”. En este sentido, no es casual que la Facultad de Filosofía y Letras no incluya en su programa materias obligatorias donde los alumnos asistan a prácticas de su especialidad, como sí las tienen las carreras de Bellas Artes o el Conservatorio de Música. Parecería que tanto las artes plásticas como las musicales sí pueden ser practicadas por las bestias terrenales mientras que a la literatura sólo tendrían acceso los representantes del Olimpo académico.
¿Qué es, pues, lo que verdaderamente molesta de “ese democratismo”? ¿Que no sean las editoriales las que decidan qué leer y qué no? ¿Que no sean los grandes medios?[1] ¿Qué no sea la Facultad de Filosofía y Letras la que decida poner de moda a Cortázar, a José Bianco o a Roberto Arlt? Porque, en definitiva, ¿quién determina, señor Feinmann, quién sabe escribir y quién no? ¿Quién determina qué es y qué no es literatura? ¿Sabía escribir Arlt? ¿Según quién? ¿Según Borges, según Piglia…, según quién? ¿Sabe escribir usted? ¿Según quién? ¿Según su “buen jefe de redacción”, según su editor? Se preguntó cuántos prestigiosos escritores como usted abrieron alguno de sus libros en la primera página y lo cerraron en la segunda porque no les gustaba su prosa? ¿Violenta usted a los lectores a quienes no les gusta su prosa? Claro que no, Señor Feinmann. No los violenta usted, ni los agrede, porque ellos tienen todo el derecho de cerrar su libro y arrojarlo por la ventana si no les gusta el modo en que usted escribe. Lo mismo pasa con los lectores de blogs. No los subestime: ellos también saben hacer clic en la cruz del ángulo derecho de la pantalla cuando un texto los aburre o cuando consideran que un escrito tiene una “pésima prosa”. La diferencia es que por su libro han tenido que pagar y por leer un blog probablemente no.
¿No será hora, señor Feinmann, de empezar a estudiar estos nuevos formatos? ¿No será hora de repensar la escritura en función de las nuevas herramientas que han logrado repartir la palabra entre los simples mortales? Acaso, cuando allá por el siglo XV aparecía la imprenta, los sacerdotes que eran entonces los dueños del buen decir, ¿no reaccionaron como reacciona hoy usted frente a los nuevos formatos que permiten las nuevas tecnologías?
Humildemente, creo que no es verdad que el mundo de la escritura se divida entre los escritores “editados” que “saben escribir” y los “bloggers pelotudos” con “mala prosa”. Simplemente creo que existen los “buenos” escritores y los “malos”, cualquiera sea el medio o el formato que elijan para hacerlo. Y que siempre, en cualquiera de los casos, habrá lectores capaces de diferenciarlos.

Hasta la próxima.

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[1] La movida bloggera, en este sentido, ha constituido en los últimos tiempos un fenómeno comunicacional al que Josefina Ludmer llamaría una de las formas de “las tretas del débil”, pues se ha convertido en una fuente de información alternativa al monopolio comunicacional de los grandes grupos hegemónicos.