"Yo no pienso mis películas en términos "simbólicos". Un símbolo tiene un único significado posible, y a mí me interesa lo contrario: presentarle al espectador cosas que lo hagan pensar, que lo pongan en problemas. Lo peor que me puede pasar es que el espectador sienta que mi película le confirmó una certeza"
Michael Haneke (*)
"Hay cosas que no se muestran", le dice Georges (Jean-Louis Trintignant)
a su hija Eva (Isabelle Huppert) cuando le niega el acceso a la habitación
donde Anne (Emanuelle Riva) se deteriora inexorablemente desde que ha comenzado
a morir. Y si el personaje evita toda incursión desde el exterior para ocultar la humillación de una enfermedad que le roba poco a poco la esencia del ser
amado y, en definitiva, su propia esencia, el director, Michael Haneke,
sin piedad alguna, coloca su cámara en la intimidad de esta pareja
octogenaria y nos hace entrar rompiendo la puerta a fuerza de patadas, en ese
departamento oscuro, lleno de libros, de pasillos laberínticos y de silencios
marrones, donde ni las palomas que intentan colarse por la ventana son
bienvenidas al infierno de lo que pasa cuando pasa el amor, el otro amor.
Amour
es una historia simple, tal vez la más simple de las historias de Haneke y, sin
embargo, hablar de simplicidad en Haneke es, al menos, una irresponsabilidad.
Porque su simplicidad es de una simplicidad tan compleja como sólo pueden serlo
las cosas verdaderamente simples.
La película comienza con sobrios títulos blancos sobre fondo negro
en medio de un silencio sepulcral. De pronto, un estruendo feroz (como sólo
pueden serlo los estruendos de Haneke) nos mete de golpe en un departamento en
el que lo visual se vuelve fétido. La habitación, clausurada por fuera -último intento
de resguardar la intimidad- esconde el
cadáver de una anciana en avanzado estado de descomposición. Y el
principio, cola de serpiente, es anticipo del final: ¿Para qué ver lo que sabemos
cómo será? ¿Para qué vivir si la muerte está ahí, al acecho, al fondo del
pasillo, subiendo por nuestros pies? La respuesta parece dárnosla la propia
Anne: “Es linda la vida”, dice cuando
todavía puede hablar, mientras ojea distraídamente el álbum de fotografías que
la muestra en plena juventud. Y lo que pasa es que tanto para disfrutar de la
vida como para disfrutar del buen cine, lo que menos importa es qué sucederá en
el final.
A partir de la aparición del cadáver, otro golpe de tijera nos
lleva a una sala de teatro donde una larga cámara fija (como sólo pueden ser
largas y fijas las cámaras de Haneke) nos muestra un auditorio que escucha
entusiasta y luego aplaude con fervor a Alexander Tharaud haciendo de Alexander
Tharaud, el concertista de piano que ha sido alumno de Anne. Nunca vemos el
escenario. El maestro del fuera de campo nos congela la mirada en el público y ni
siquiera nos indica (como en la última escena de Caché frente al colegio del chico) qué es lo que debemos mirar.
Lo que sigue es el principio del final: A la vuelta del teatro, la
pareja descubre que han violado la cerradura de entrada del departamento donde
comparten la vida desde tanto tiempo atrás. Anne, aterrorizada, tiembla de sólo
pensar que alguien pueda entrar en su vida violando su intimidad. Qué ironía. Pronto
descubriremos lo poco que hubiera sido un simple robo en la vida de la pareja.
Pronto descubriremos que lo que ha entrado en sus vidas no es otra cosa que la
enfermedad que los llevará a un punto de quiebre en el que ya no se reconocerán
el uno al otro. A pesar de toda una vida compartida, a pesar de la voluntad, a
pesar de la música y de los libros, a pesar del amor…
Michael Haneke |
Si en La cinta blanca,
Haneke nos invitaba a abrir las puertas que nos cerraba al mirar, acá nos
encierra en la casa y nos muestra más de lo que quisiéramos ver. Si en La cinta blanca, queremos abrir puertas
para saber qué hay detrás, acá querríamos cerrarlas para no haber visto lo que
no fuimos capaces de dejar de mirar. Somos, junto con la cámara, quienes
violamos la entrada, quienes asistimos emocionados, ahogados, desesperados,
incómodos a la más cruda realidad de la enfermedad, de la muerte y del amor. Por
eso entendemos que Georges insista en cerrar las puertas y las ventanas, por
eso entendemos que ni su hija ni las palomas puedan ser testigos de su
humillación. Parece que supiera que ahí estamos nosotros, atados a nuestras
butacas incómodos, sorprendidos, a su vez, por un ojo que nos mira y nos
eterniza en el plano general de una larga cámara fija como sólo pueden ser
largas y fijas las cámaras de un director que incomoda como sólo él sabe incomodar.
No vayan a verla si sólo van al cine para pasarla bien. Les
aseguro que la van a pasar mal, muy mal. Recontra mal. Pero no se la pierdan,
si quieren experimentar la emoción, la incomodidad, la sorpresa de que la magia del cine les permita pasarla mal,
muy mal, recontra mal.
Hasta la próxima.
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(*) Entrevista de Jean-Marie Cosens a Michael Haneke en Página 12, 21 de febrero de 2013. Pueden acceder al texto completo aquí
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(*) Entrevista de Jean-Marie Cosens a Michael Haneke en Página 12, 21 de febrero de 2013. Pueden acceder al texto completo aquí